sábado, 5 de febrero de 2011

Las últimas artesanas.

   Hubo un tiempo en nuestra ciudad, en el que hacer alambre era tan cotidiano como jugar al pañuelo o ir al cole. Y, a pesar de que esta labor era considerada de mujeres (casi todas las madres hacían botellas de alambre para engordar un poco la magra economía de sus casas), había chicos que la hacían de maravilla. Mi primo Gerardo, por ejemplo, era muchísimo más rápido que cualquier mujer: apenas se le veían los dedos al enroscar el alambre y cambiar de sitio las clavijas. Era un lince. Y todo, porque mi tía Paca, que en Gloria esté, al salir de la escuela, le obligaba a hacerse no sé cuántas botellas (cientos se decía) antes de irse a la calle a jugar con la demás chiquillería. Y como quería irse pronto, cogió tal destreza haciéndolas, que en unos minutos convertía los alambres en botellas. Esto se hacía para adornar o darles categoría a las botellas, de vino principalmente, y se recogían y dejaban en la Calle Samaniego nº 1, en la lonja del difunto Jaime de La Iglesia. Cuando la economía de las casas mejoró un poco, esta práctica fue desapareciendo de nuestras vidas. Las últimas en dejarla, fueron la señora María y sus hijas, conocidas popularmente como “las treviñas”, que se hacían miles de ellas en el Paseo, mientras charlaban de cualquier cosa, dejando a muchos paseantes, sobre todo a los forasteros, con la boca abierta. Quede, pues, en un lugar de honor de este humilde blog, esta entrañable familia.