sábado, 25 de abril de 2020

Recuerdos de infancia.

De tocas y hostias.
    
Los primeros recuerdos que de párvulo conservo, están íntimamente ligados a las tocas de las monjas, y a las hostias de Doña Tere, además de a los trocitos de queso y a la reconstituyente leche en polvo que cada mañana me servía mi querida y recordada “Esme”, en aquellos redondos e inolvidables vasos de duralex. Desconozco por qué fue así, pero lo cierto es que mi primera gran aventura la viví en el colegio de las monjas -antes se llamaban todos así: el de las monjas, el de los frailes y el de los maestros- y, por increíble que parezca, de lo único que me acuerdo es del nombre de la que fue mi maestra: Sor Visitación; de las tocas tan raras que llevaban en la cabeza; de las temibles tijeras que pendían del cordel que llevaban atado a la cintura de sus hábitos, y de los trocitos de queso que en grandes bandejas repartían entre nosotros todas las tardes, al terminar la clase, en el portal de la Calle Cantarranas, por donde actualmente se sube a la Residencia de ancianos. Cuando os decía que desconozco por qué fue así, me refería simple y llanamente a que, salvo aquel curso, todos los demás los pasé en los maestros, donde fui a parar a las manos de Doña Tere, la mujer que más hostias me ha dado en lo que llevo de vida y, a buen seguro, de las que pudieran darme aún viviendo dos mil años. Aparte de las que nos daba a todos los parvulitos durante la clase -que eran muchísimas-, yo me llevaba también las de por las mañanas, cuando, después de tomarme el vaso de leche en polvo -decían que nos los mandaban los americanos para matarnos el hambre-, me dirigía a ella sin saber pronunciar la ñ. Ejemplo: “Buenos días, Donia Tere”. ¡¡Zasss!! Hostión que te crió. “Vuelve a entrar”, espetaba. Y yo, inocente de mí, por lo bajinis me decía: “¡Pero qué coño has dicho, Usebín, para que esta mujer te reciba de este modo!” Y, completamente acojonado, volvía a repetir la operación: “Buenos días, Donia Tere”. ¡¡Zasss!! Otro hostión, para ir entrando en calor. Y así hasta que se le cansaba la mano y comenzábamos a cantar las letras del catón. Después, cuando salíamos al recreo, en lugar de jugar a algún juego liviano, nos dedicábamos a celebrar torneos, montándonos unos encima de otros, a modo de rejoneadores, cuando apenas teníamos edad para sujetarnos, hasta que, a empujón limpio, terminábamos todos por el suelo sin redaños. Cuando Don Emilio tocaba el silbato para anunciarnos a grandes y a pequeños que el recreo había terminado, a los parvulitos se nos cambiaba el color y entrábamos de nuevo a clase literalmente cagados de miedo, ante la certidumbre de que, fuese por la razón que fuere, muchos de nosotros terminaríamos con los dedos de Doña Tere, en nuestras inocentes caras marcados”.