martes, 9 de noviembre de 2010

El día más hermoso. (2)

   Salvador Fernández prensaba con cariño las pieles de cordero y de oveja, que previamente a la intemperie había secado, atándolas con fuertes sogas, para hacer con ellas gigantescos fardos.
   Los autobuses de Guinea y Angulo recogían y dejaban incesantemente viajeros en la Parada de la Ribera del Najerilla, y amontonaban de cualquier manera, recostados sobre la barandilla del Puente de Piedra, cantidad de paquetería que más tarde repartirían los señores Valentín y Alfonso, en sus carritos de ruedas de goma, por los comercios y tiendas diseminadas por todos y cada uno de los barrios.
   Del almacén del señor Julián, “el navarro”, salían sin cesar cantidad de barcas de naranjas y de ramos de plátanos, que los señores Sixto y “Ogueta”, transportaban en pequeñas y chirriantes carretillas, mientras que de la fábrica de gaseosas del señor Eusebio, “el Jovito”, lo hacían cajas de gaseosas y barras de hielo, transportadas por “Bernal” y el “campiñarri” en pequeños carros de mano.
   Los dueños de los Restaurantes “Las Pericas” y “Palacios”, se afanaban en preparar exquisitos platos riojanos y en poner, como Dios manda, las mesas, para que sus clientes habituales encontraran todo de perlas cuando fueran llegando.
   El señor Isidro Hernáez y su esposa, Eufrasia Iguea, despachaban toda clase de alimentos en la pequeña tienda de comestibles que tenían montada en el portalón de su casa, en el Arrabal de La Estrella; mientras Eusebio, que estaba de guardia en el surtidor de gasolina que su bienamado padre Benedicto tenía junto al restaurante “Las Pericas”, esperaba a que le pusieran el gigantesco bocadillo de mortadela, para zampárselo en un abrir y cerrar de ojos, sentado en la banca de madera que tenían colocada contra la fachada de dicho  Restaurante, mientras esperaba cómoda y pacientemente a que vinieran a repostar los Seat, “seiscientos”, “ochocientos cincuenta” y “mil quinientos”; los “Gordinis”; los “Sinca mil”, y los entrañables “dos caballos”.
   En el bar Chule Chimi, el querido y recordado por todos los najerinos, Paquito Valderrama, conocido popularmente como “el legionario”, mantenía interminables conversaciones consigo mismo, a través del gran espejo que en la parte central del bar tenían colocado, mientras que Eloy, “el vagabundo”, se quemaba las barbas con un mechero de gasolina, y los taxistas la gozaban como enanos viendo reñir y hacer las paces, en escasos segundos, a sus compañeros Matías, “Chinfú” y Antonio, “Gabardinón”, por encerronas que picarescamente les preparaban ellos mismos. Principalmente “los sorianos”.