lunes, 12 de octubre de 2015

Los cojinetes.


    Los cojinetes fueron en nuestra niñez los Fórmula 1 con los que nos lanzábamos al porvenir de forma temeraria por las cuestas de las calles Costanilla y Villa Pilar, alcanzando velocidades que se nos antojaban astronómicas, por lo que al ir a tomar las curvas o al pasar por las gigantescas alcantarillas, salíamos despedidos por los aires cual hojas agostadas en un vendaval, dejándonos todo el cuerpo lleno de supurantes rasponazos. La fabricación de estos artilugios era relativamente fácil, ya que por aquel entonces en casi todos los portales había carpinterías que generosamente -no teníamos ni una puñetera perra- nos proporcionaban los palos y las tablas necesarias para montarlos, y en los talleres mecánicos nos guardaban en una cajita todos los cojinetes usados, para que cuando fuéramos en tropel a pedírselos no les diéramos el coñazo. -A mí siempre me los dio Rafael Cañas- Se colocaba un cojinete en el centro de un palo corto, que iría delante, y otros dos en los extremos de un palo largo, que iría detrás, y se unían con dos travesaños largos, clavados en forma de uve invertida, clavándoles, después, una tabla ancha en la parte trasera, para que hiciera de asiento, y un palo corto en la parte delantera, que hiciera de volante. Después, se le clavaba un palo corto en el costado del travesaño derecho, para que al girarlo hacia arriba, sirviera de freno -no frenaba nada, pero adornaba- y se le ponían puntas a medio clavar a los cojinetes en los costados para que no se corriesen al andar. Por lo general, en cada cojinete íbamos dos chicos, uno conduciendo y el otro empujando hasta que cogiera velocidad y pudiera montarse en el palo de atrás, disfrutando así del viaje por igual. En teoría, lo de empujar y conducir se hacía por turnos, pero lo cierto es que alguno de nosotros no hicimos otra cosa que empujar. -Que tiene cojinetes la cosa- Esto era así en llano y cuesta arriba, pero cuando se trataba de bajar cuestas, ya no había normas. Todos los temerarios que quisiesen podían subirse a él, a sabiendas de que el castañazo iba a ser colosal. ¡Cuántas hostias nos hemos dado! Curiosamente, aunque al leer esto pudiera pensarse lo contrario, los cojinetes duraban muchísimo tiempo por más golpes que les diéramos, lo que me hace pensar que nuestros generosos carpinteros de entonces, además de dárnoslo gratis, nos daban su mejor material. ¡Benditos sean!

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