Me acabo de enterar de tu fallecimiento, Ángel, salao, y se me ha quedado la sangre helada. Menos mal que pude hacerte las últimas caricias hace unos días cuando te vi comprando caramelos donde la Fe, con tu hijo del alma. No puedo decirte aquí nada que no te haya dicho miles de veces a la cara, Angelito, salao, cuando charlábamos en el Paseo de San Julián o sentados en un banco en la ribera del río Najerilla. Desde chiquitito me tratasteis como a un hijo, mi querida y recordada Esme y tú, cuando me quedaba a comer en el comedor del colegio San Fernando. Y cuántas alegrías nos diste a todos los de mi generación, cuando podabas en otoño los plátanos del Paseo de San Julián y nos proporcionabas aquellas valiosas pértigas con las que saltábamos los ríos, haciendo las más de las veces la “cuca”, y hacías aquellos montones de hojas, en las que nos tirábamos desde el viejo quiosco de cabeza. Luego, cuando crecí, seguimos manteniendo una hermosa e inquebrantable amistad, y me contabas cosas preciosas. Una de ellas se acaba de cumplir de nuevo, Amigo mío: La Esme subió antes que tú a la fiesta del Cielo, y ahora lo has hecho tú; y allí coincidiréis, y volveréis a amaros de nuevo, como cuando subisteis a las fiestas de Tricio, uno por cada camino, y volvisteis a Nájera juntos, cogiditos de la mano, y os hicisteis novios, y terminasteis casándoos. Me encantaba que devoraras libros, y que luego me los contaras. ¡Y con qué pasión lo hacías! También me acuerdo de las botellas de clarete que me regalabas, después de haberlo elaborado tú mismo en la pequeña bodega de tu casa. ¡Conservo tantos y tan hermosos recuerdos vuestros, que siempre estaréis en mi corazón! Y ahora, pidiéndole prestado a Miguel de Unamuno sus últimos versos, los pongo en tus labios yertos, y digo: “Agrande la puerta, Padre/, porque no puedo pasar/. Tú la hiciste para los niños/, y yo he crecido a mi pesar/. Si no puedes agrandarla/, achícame, por piedad/. Vuélveme de nuevo a aquel mundo/, en el que vivir es soñar/". Así sea querido Ángel. Descansa en Paz.
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