Mucho antes de que mis hermanos y yo nos levantáramos de la cama para ir a la escuela, mi bienamado padre Benedicto, ya nos tenía preparada la cazuela de caobaña, para que nos la zampáramos antes de marchar. Esto, dicho así, en frío, puede pareceros una auténtica pijada, ¿verdad? cantores míos, pero si tenéis en cuenta que mi pobre padre era albañil y trabajaba duramente doce o catorce horas para sacarnos adelante a mis seis hermanos y a mí, y que para preparar la caobaña tenía que levantarse una hora antes de la cama, o sea, dormir una hora menos estando baldado, la cosa pasa a ser una verdadera hazaña. Pero dejémonos de filosofías y vayamos a lo que de verdad nos interesa, que para eso estamos aquí. Para prepararnos la caobaña, antes de que irrumpiera en nuestras casas aquella modernez de cocina extraplana de butano, mi pobre padre tenía que llenar la cocina de siempre, la de leña, con ricillo o serrín (del que me daban los difuntos Servando e Isidro Guevara, en los talleres que ambos tenían en lo que hoy es Casa de Cultura), dándole golpes con el palo hasta que quedara compacto, para poder hacer la lumbre y poderla calentar. Una vez hecha esta operación, y siempre con el mayor de los sigilos para no despertarnos (era la hostia este hombre), vertía un litro de leche (de aquella tan deliciosa que daban las vacas del señor Urbano, en uno de los bajos de la desaparecida manzana de la Falange, que, una vez cocida dejaba una capa de sabrosísima nata, que posteriormente nos comíamos puesta en pan con azúcar, cual si fuera el más excelso de los bocados) en una cazuela grande, le añadía una buena porción de pedacitos de pan duro, y la ponía a hervir. Cuando ya había hervido, le echaba cuatro o cinco cucharadas grandes de colacao, otras tantas de azúcar, y lo revolvía todo bien, hasta que quedara totalmente mezclado, dejándola a enfriar después, para que estuviera lista cuando nosotros nos levantáramos a desayunar. Huelga deciros, cantores míos, que en la cazuela no quedaba ni señal: la dejábamos tan limpia, que mi adorada Celineta no la tenía que fregar. Este maravilloso ritual fue llevado a cabo por mi bienamado padre, hasta que todos nosotros entramos en la mocedad.
DEL LIBRO “RECUERDOS DE INFANCIA”.