Los aguinaldos.
En aquellos tiempos en los que la gente valoraba y
respetaba el trabajo bien hecho y la honradez de quienes lo desarrollaban, en
nuestra ciudad los serenos y los barrenderos iban de casa en casa
felicitándonos la navidad, entregándonos unas hojillas parecidas a los
programas de cine de mano en las que venían reflejados ellos, para que les
diéramos el aguinaldo en reconocimiento a sus desvelos, y, poco o mucho, en
todas las casas se les daba algo agradeciéndoles sinceramente el que desarrollaran
su labor con tanto celo. Algo parecido ocurría con los entrañables carteros
que, como infalibles portadores de las noticias de los seres queridos que se
encontraban lejos, y fieles mensajeros de nuestros amores secretos, eran
respetadísimos y agasajados en esas benditas fechas, cosechando cuantiosos
aguinaldos sin ellos proponérselo. Pero no eran solo estos profesionales
quienes gozaban de ese hermoso privilegio. Recuerdo que todos nosotros salíamos
de casa en desbandada en Navidad en dirección a los cafés donde, entre
irrespirables nubes de humo, jugaban a las cartas, al dominó y al parchís
nuestros padres, tíos y abuelos, y, haciéndoles la pelota a todos ellos, les
soltábamos en la cara aquello de los aguinaldos con la mano bien abierta, para
que nos pusieran en ella una moneda de dos cincuenta o, si había suerte, de
duro, que nos asegurara el golosineo de los días venideros. Si alguno de ellos
te soltaba aquello tan hiriente y frustrante de “no tengo suelto”, te dejaba
hecho cisco, y te ibas de allí maldiciéndolo con un monumental cabreo. Tanto es
así, que en una ocasión en la que un tío mío me lo soltó a mí -fue en el Bar
Royalty, nunca lo olvidaré-, le contesté iracundo: “¡Pues cambia, si no tienes
suelto!” Y allí mismo, en aquel desafortunado instante, se me acabó para
siempre el invento con aquel tío, cuyo nombre recuerdo perfectamente, pero no
quiero relatarles. Quizá pueda pareceros, queridos Cantores, sobre todo a los
más jóvenes, una insolencia mi comportamiento, pero tenéis que tener en cuenta
que en aquellos tiempos dependías por entero de la paga, y si por la razón
anteriormente dicha o por cualquiera otra no te la daban al pedirla, te
quedabas sin ella y, por tanto, sin sustento. Así de trágico era el “no tener
suelto”. Ahora mismo, después de habernos cargado de un modo inmisericorde
costumbres tan hermosas como ésta que nos ocupa -posiblemente no la conozca
ningún joven-, cuando hasta hace muy poco tiempo iba repartiendo el correo bancario en
estas otrora benditas fechas y alguna persona mayor, sin mirarme a la cara,
como el buen dador, me ponía en la mano un billete de cinco euros, o al entrar
en una tienda a dejar las cartas la dueña me daba, agradecida, una participación
de lotería, venían a mi mente todos estos hermosos recuerdos, y se me exalta
agradecido y emocionado el corazón. ¡Benditas sean, pues, no solo por lo que me dieron, sino por lo que me
hicieron sentir!