jueves, 3 de enero de 2019

Recuerdos de infancia.


Los aguinaldos.
  
En aquellos tiempos en los que la gente valoraba y respetaba el trabajo bien hecho y la honradez de quienes lo desarrollaban, en nuestra ciudad los serenos y los barrenderos iban de casa en casa felicitándonos la navidad, entregándonos unas hojillas parecidas a los programas de cine de mano en las que venían reflejados ellos, para que les diéramos el aguinaldo en reconocimiento a sus desvelos, y, poco o mucho, en todas las casas se les daba algo agradeciéndoles sinceramente el que desarrollaran su labor con tanto celo. Algo parecido ocurría con los entrañables carteros que, como infalibles portadores de las noticias de los seres queridos que se encontraban lejos, y fieles mensajeros de nuestros amores secretos, eran respetadísimos y agasajados en esas benditas fechas, cosechando cuantiosos aguinaldos sin ellos proponérselo. Pero no eran solo estos profesionales quienes gozaban de ese hermoso privilegio. Recuerdo que todos nosotros salíamos de casa en desbandada en Navidad en dirección a los cafés donde, entre irrespirables nubes de humo, jugaban a las cartas, al dominó y al parchís nuestros padres, tíos y abuelos, y, haciéndoles la pelota a todos ellos, les soltábamos en la cara aquello de los aguinaldos con la mano bien abierta, para que nos pusieran en ella una moneda de dos cincuenta o, si había suerte, de duro, que nos asegurara el golosineo de los días venideros. Si alguno de ellos te soltaba aquello tan hiriente y frustrante de “no tengo suelto”, te dejaba hecho cisco, y te ibas de allí maldiciéndolo con un monumental cabreo. Tanto es así, que en una ocasión en la que un tío mío me lo soltó a mí -fue en el Bar Royalty, nunca lo olvidaré-, le contesté iracundo: “¡Pues cambia, si no tienes suelto!” Y allí mismo, en aquel desafortunado instante, se me acabó para siempre el invento con aquel tío, cuyo nombre recuerdo perfectamente, pero no quiero relatarles. Quizá pueda pareceros, queridos Cantores, sobre todo a los más jóvenes, una insolencia mi comportamiento, pero tenéis que tener en cuenta que en aquellos tiempos dependías por entero de la paga, y si por la razón anteriormente dicha o por cualquiera otra no te la daban al pedirla, te quedabas sin ella y, por tanto, sin sustento. Así de trágico era el “no tener suelto”. Ahora mismo, después de habernos cargado de un modo inmisericorde costumbres tan hermosas como ésta que nos ocupa -posiblemente no la conozca ningún joven-, cuando hasta hace muy poco tiempo iba repartiendo el correo bancario en estas otrora benditas fechas y alguna persona mayor, sin mirarme a la cara, como el buen dador, me ponía en la mano un billete de cinco euros, o al entrar en una tienda a dejar las cartas la dueña me daba, agradecida, una participación de lotería, venían a mi mente todos estos hermosos recuerdos, y se me exalta agradecido y emocionado el corazón. ¡Benditas sean, pues, no solo  por lo que me dieron, sino por lo que me hicieron sentir!