Hace algún tiempo apareció
publicada en la sección local del periódico La Rioja la noticia de la condena
de tres años de cárcel a un timador que había estafado a un matrimonio riojano
mediante la conocida añagaza de los billetes tintados. Se trataba de una de
esas historias que se leen con incredulidad, porque cuesta creer que en pleno
siglo XXI sucedan cosas así y aún haya gente viviendo en la inopia, sin
enterarse de esos fraudes que se repiten tan asiduamente que parecen una
extravagancia de personas que no leen los periódicos ni ven los noticiarios de
la televisión para enterarse de lo que pasa en el mundo. Pero no paró ahí la
cosa. Apenas unos días después, el periódico volvió a la carga para dar cuenta
de que en Logroño y Calahorra habían tenido lugar otras estafas, utilizando en
esta ocasión el señuelo de los boletos premiados cuyo supuesto poseedor, por
alguna razón que a cualquiera que no sea un iluso pondría inmediatamente en
guardia, necesita cobrar con urgencia y rebajando la cuantía del premio. / De
estas noticias sorprenden dos cosas. Una es la habilidad de los estafadores
para poner en pie historias burdas y disparatadas con las que algunas personas
se dejan engatusar como niños. La otra son las elevadas cantidades de dinero
que las potenciales víctimas entregan por las buenas a unos desconocidos.
Estamos padeciendo una crisis económica de dimensiones desconocidas, y algunas
almas cándidas no dudan en correr a la sucursal bancaria más próxima y retirar
un dinero que les habrá costado años de sacrificios y privaciones reunir. Y
todo para dárselo a unos tipejos que se lo van a birlar por todo el morro
después de haber pulsado eficazmente una cuerda que siempre funciona en estos
casos: la codicia. / Pero ahora quiero volver de nuevo al timo mencionado al
principio, dado que contiene varios ingredientes que lo hacen particularmente
grotesco hasta convertirlo en una de esas historias que ponen los dientes
largos a un escritor. «Tres años de cárcel por estafar 90.000 euros con el timo
de los billetes tintados», rezaba el titular. Le sucedió, según exponía el
periodista que se hacía eco de la noticia, a un matrimonio vecino de uno de los
pueblos del entorno metropolitano de Logroño. El marido era un promotor
inmobiliario, lo que constituye el primer dato jugoso de la historia. El
segundo se refiere al perfil del timador, un vivales que parece sacado de una
novela picaresca del Siglo de Oro, una suerte de redivivo Lazarillo de Tormes
con mucha labia y modales exquisitos, apoyado en una puesta en escena aderezada
con abundantes dosis de fina observación sicológica. / Un día de finales de
noviembre de 2009, el vivales se presenta en la localidad de la víctima, junto
a otra persona sin identificar, haciéndose pasar «por el acompañante del hijo
del ministro de Hacienda de Gabón» (¡Qué imaginación tan depurada!). Acude a la
obra donde se encuentra el incauto y le manifiesta su interés por adquirir nada
menos que cinco de esos bonitos chalés que está construyendo (Normal. Si pretendes
metérsela doblada a alguien, tienes que excitar su avaricia planteando las
cosas a lo grande). Imagino la cara que pondría el pardillo, una mezcla de
estupor, incredulidad y alborozo ante su repentina buena suerte. Para que la
trola resulte convincente, el vivales le asegura «que dispone de bastante
dinero procedente de las ayudas del Gobierno francés a Gabón». O sea, que se
muestra sin tapujos como un pillastre que maneja supuestamente, con
desenvoltura harto sospechosa, unos fondos desviados de forma irregular de las
llamadas «Ayudas al Desarrollo»: ambiguo concepto con el que los países ricos
tratan de acallar su mala conciencia hacia los varados en la miseria sin
horizontes de ese otro conglomerado de países que integran el denominado Tercer
Mundo. La carencia de escrúpulos que muestra el promotor en lo tocante al
origen delictivo del dinero aportado (supuestamente) por el Gobierno francés
debe constituir para el vivales la prueba irrefutable de que se halla ante
alguien de su misma calaña. / El relato periodístico escamotea detalles que
darían viveza a la historia, como la nacionalidad del timador y su cómplice, el
color de su piel o si hablaban un castellano con acento extranjero o de
Valladolid. Tampoco nos revela nada sobre el constructor, pero quiero imaginar
a éste como un hombre de mediana edad, un juntaladrillos venido a más de esos
que surgieron como chinches en la España del felipato o en la de los pelotazos
inmobiliarios que proliferaron durante la gobernación de Aznar y Zapatero; un
integrante de esa horda de pequeños y medianos constructores que edificaron
viviendas a espuertas, mientras sobornaban sin escrúpulos a alcaldes y
concejales de urbanismo; sujetos que exhibían rolex de oro en la muñeca derecha
(¡sí, en la derecha!), conducían coches de alta gama y se aficionaron a jugar
al golf. O sea, unos horteras insufribles cuya única ambición era hacer dinero
fácil para derrocharlo después de forma estrafalaria; tipos que no habían leído
un libro en su vida y que de los periódicos sólo hojeaban con fruición la
sección de deportes. / Ganada hábilmente la confianza del matrimonio, la esposa
del constructor acude a la vivienda que ella y su marido habían proporcionado a
los timadores, y allí éstos le aseguran que «podían crear billetes solapándolos
con otros de curso legal y aplicándoles unos reactivos químicos». La mujer
actúa aquí como la Eva bíblica, que primero mordió la manzana y luego se la dio
a probar a Adán. Tras varias demostraciones a modo de números de magia, el
vivales y su compinche consiguen que sus víctimas les entreguen 90.000 euros
para obtener otros 180.000 por el mismo procedimiento (¡además de codiciosos,
ignorantes!). Luego desaparecen con el botín sin dejar rastro. // Si algunos
jueces tuvieran más sentido común del que a menudo manifiestan, deberían haber
metido en la trena también al matrimonio. Ambos acreditaron de sobra que
estaban cortados por el mismo patrón que sus estafadores.
Demetrio Guinea