Te me has ido sin
avisarme. Como hace la buena gente. Hace unos días me extrañó ver solo a tu
bienamado compañero Ángel, y le pregunté por ti. Me dijo lo que te pasaba, pero
no me lo pintó grave. Al despedirme de él, le dije que te diera un abrazo muy
grande de mi parte. Pero lo cierto es
que hoy, cuando venía para casa, me han dicho que ya no estás aquí. Que has
viajado hacia el Cielo en las alas blancas de la muerte. Y ya nunca podré
decirte que no ha habido ni un solo día
de mi vida que no te buscara por las calles para besarte. Siempre te he
confesado que siendo niño, en el comedor de la escuela, fuiste para mí como una
madre. Pero quiero que sepas que lo has sido siempre. Mi agradecido corazón te
ha tenido -y te tendrá- siempre presente. Hoy me siento mucho más huérfano de
lo que era, y quiero despedirte como una buena mujer como tú merece, poniendo en
tus labios ya yertos, el poema que Don Miguel de Unamuno escribió, antes de
viajar, como tú, en las alas blancas de la muerte: "Agranda
la puerta, Padre, porque no puedo pasar. La hiciste para los niños, yo he
crecido, a mi pesar. Si no me agrandas la puerta, achícame, por piedad;
vuélveme a la edad aquella en que vivir es soñar." ¡Que así sea, querida “Esme”!
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