domingo, 31 de mayo de 2020

Recuerdos de infancia.

¡A quién se le ocurre!
Aunque ahora mismo no se acuerde de ello ni San Pedro, hubo un tiempo en el que los sanjuanes fueron muy conflictivos porque, además de existir en las “Vueltas” lo que la gente mayor calificaba de gamberros, carecíamos de la circunvalación que actualmente tenemos, y el tráfico rodado tenía que permanecer parado en el Arrabal de la Estrella y en la calle San Fernando, hasta que cruzara el Puente de Piedra bailando el último sanjuanero. En aras de solucionar estos insufribles problemas, el Alcalde de turno tuvo la feliz idea de enviar a las Vueltas a los municipales -antes conocidos como serenos-, para que, al intimidar con su presencia a los gamberros, se dieran bien las Vueltas en el Paseo, y agilizaran, empujándoles hasta quedar sin resuello, el paso del Puente de Piedra de los bulliciosos y exaltados sanjuaneros. Hasta aquí, todo parece, además de acertado, correcto. Pero vino a resultar -nadie cayó en ello- que entre los serenos se hallaba el más entusiasta sanjuanero, por lo que, a la primera de cambio, Benedicto Hervías “Morgón”, harto ya de dar brinquitos escondido tras un platanero, se metió en todo el mogollón a dar las vueltas alrededor del viejo quiosco, con el flamante uniforme de guardia recién puesto. Y no se conformó el insurrecto con dar un par de vueltas para matar el gusanillo, no; las dio todas enteritas y, no conforme con ello, sin dejar de bailar con el uniforme nuevo, bajó el Paseo, cruzó el Puente de Piedra, atravesó la Calle Mayor, dio las vueltas en la Plaza de España, y fue a las cinco de la tarde, en lugar de a las dos, al puesto de guardia a hacer el relevo. Enterada la máxima autoridad de semejante suceso, hizo llamar al indisciplinado sereno y, tras adelantarle que por lo que había hecho se le iba a caer el pelo, le preguntó en qué pensaba cuando se mezcló entre la muchedumbre estando de servicio con el flamante uniforme de guardia municipal puesto. A lo que Benedicto Hervías “Morgón”, con mucha educación y respeto, contestó que a quién se le ocurre mandarle a él, sanjuanero mayor del reino, de servicio y con uniforme nuevo, a que vigile cómo dan los demás las vueltas en el Paseo. Que no se arrepentía de lo hecho y que, sin ningún género de dudas, aunque con ello se jugara el puesto, cuantas veces lo mandaran, volvería a hacerlo. Como quiera que, además de ver a “Morgón” en su contestación tan firme y resuelto, los serenos lejos de intimidar exaltaban mucho más a los sanjuaneros, el Alcalde tomó la sabia decisión de ponerle servicio a Benedicto todos los sanjuanes, pero sin el uniforme, como sanjuanero, para que, además de hacer lo que de todas las maneras iba a hacer, dar las vueltas, condujera a los sanjuaneros durante el peregrinaje hacia la Plaza de España, con su infinito y contagioso amor a estas benditas fiestas, a paso ligero. Y a partir de aquel año, y hasta que se hizo la circunvalación, gracias al entusiasmo de este gran sanjuanero, los najerinos la gozamos como enanos en San Juan, sin dar motivos de cabreo, ni a alcaldes, ni a serenos, ni a viajantes, ni a camioneros.

sábado, 30 de mayo de 2020

Recuerdos de infancia.



Pan con vino y azúcar.
Desde muy pequeñito, siendo casi un niño, no sé si por instinto aventurero o por querer matar el hambre, abandonaba yo mi hogar muy tempranito y me colaba por la abertura de una de las onzas de chocolate que tenían antes las puertas de la calle, y me metía en la cama de mi vecina Concha, que era mi segunda madre, a aprovecharme del calorcito que había dejado en ella Modesto, su marido -que en gloria esté-, a la espera de que me diera después, para desayunar, un gran tazón de leche. Cuando arreglaron la puerta, medio en pelotas en la calle, me ponía a llamarla lloriqueando, hasta que se levantaba de la cama y bajaba a por mí con una manta para arroparme. Por la tarde, a la hora de merendar, pasaba donde mi otra vecina y tercera madre, la Águeda -que en gloria esté también-, en busca de una rebanada de pan rociada de vino y espolvoreada de azúcar que me sabía a gloria bendita, y, después de zampármela en un abrir y cerrar de ojos, volvía a mi casa a pedirle a mi primera madre, mi Celineta del alma, el gigantesco trozo de pan con las dos onzas de chocolate que cada tarde me metía entre pecho y espalda. Al anochecer, cuando oía ruido de pucheros y sartenes e intuía que la Águeda iba a prepararles a los suyos las patatas fritas con huevos, mi cena favorita, entraba sigilosamente en su casa y me escondía debajo de una cama hasta que las patatas estuvieran servidas en los platos, para salir de mi escondite veloz cual el rayo, y comenzar a zampármelas antes de que Demetrio, Daniel,  Vitín y la Toñi se sentaran a la mesa a ver caer los huevos fritos sobre ellas. La Águeda, que de sobra conocía mis mañas, ponía una ración más como el que no quiere la cosa, y dejaba que yo me las comiera, cual si ella no se diera cuenta. Cuando me había puesto como el Quico -si se descuidaban los dejaba a todos sin cena-, me besaba dulcemente y, con una sincera, bendita y luminosa sonrisa, me enviaba a mi casa con mi querida Celineta. Y así anduve durante años, de cama a cama y de jala a jala, y duermo y jalo porque me toca, como los puentes del juego de la Oca, hasta que, al trasladarnos mi familia y yo a otra casa, se acabaron para siempre los días de pan con vino y azúcar, aunque no cesaron nunca, empero, los sentimientos de sincero e infinito amor. Cuando Águeda y Concha se subieron con los suyos a vivir al barrio de Wichita, y aparecía yo por allí repartiendo cartas, ambas se deshacían en cumplidos conmigo, invitándome a desayunar mientras a escondidas me metían algunas galletas, mantecados o magdalenas en el bolsillo. Ahora mismo, después de tantos años, no sería capaz de pasar por ese barrio sin entrar a mi querida Concha, y recordar cariñosamente a mi no menos querida Águeda, que el Señor se llevó a los cielos, para que compartiera con Él su celestial mesa.

viernes, 29 de mayo de 2020

Peligro eliminado.



Recuerdos de infancia.


Ser mayores.
Cuando éramos aún muy niños, soñábamos con ser mayores para poder entrar al cine a ver las películas de 14, 16 y 18 años, que se nos antojaban maravillosas por el hecho de estar prohibidas para nosotros, los enanos. Es increíble cómo desde pequeñitos despreciamos el presente soñando con un futuro, inmediato o lejano, pasando a ser simples espectadores, en lugar de protagonistas de nuestros actos. Muchísimas de las cosas maravillosas que pudimos hacer y vivir en nuestra infancia, pasaron por nuestras vidas de soslayo, por estar a todas las horas del día anhelando algo que, además de no ser acorde a nuestra edad, a buen seguro nos hubiera resultado extraño. Menos mal que, aunque puñetera y traidora, la vida permite vivir de prestado, y gozas o vives ahora mismo, lo que hiciste hace muchísimos años. ¡Algo es algo! Sea como fuere, y sin entrar en profundidades, que no es a lo que en este artículo íbamos, la cuestión es que por el hecho de prohibirnos algo -quizá de no haber existido aquello de los rombos, jamás hubiéramos reparado en ello-, estábamos a todas las horas del día pensando  cómo haríamos para entrar a las películas de catorce años. Y así surgía lo de ir a la taquilla con zancos -los botes de conserva con cuerdas, de los que ya les he hablado-; el ponernos uno encima del otro tapados con un abrigo; el ligarnos a los porteros poniendo carita de pena para que disimularan cuando entrábamos; el encargarle a una persona mayor que te sacara la entrada y te agarrara al entrar cual si fueras algún allegado; el auparnos, el colarnos… Todo menos jugar, que es a lo que a esa edad estábamos llamados. Cuando todo lo que habíamos maquinado resultaba vano, visiblemente rendidos y desolados, pegábamos nuestras inocentes caritas en los cristales de las puertas de la calle e intentábamos de cuando en cuando -sobre todo cuando alguien abría las puertas del cine para salir a comprar o a mear- ver entre las corinas algún cuadro. ¡Qué inocentes éramos! Y así anduvimos hasta que… ¡por fin!... llegamos a los ansiados catorce años y pudimos entrar al cine como unos hombrecitos a comprobar que nada habíamos ganado; que no había valido la pena el desperdiciar tantas y tantas horas de juego y diversión durante tantos años. Y lo peor de todo, es que no aprendimos la lección, pues cuando tuvimos catorce, soñábamos con tener dieciséis, y cuando tuvimos los dieciséis, anhelábamos tener dieciocho, y cuando también los tuvimos, quisimos tener veintiuno, que era la edad legal de ser mayor…, y la de ir a cumplir con la Patria, dándole otros dos hermosos y caros años, jugando a ser un buen soldado. Menos mal que estos torpes empeños ocuparon muy poco espacio en el inconmensurable cielo de nuestros impolutos sueños, y, en el cómputo total, apenas interrumpieron un instante nuestras diversiones y nuestros juegos, gracias a lo cual, ustedes leyendo y yo escribiendo, recordamos aquellos maravillosos días en los que, casi sin interrupción, jugábamos al “Piso, piso, tón”; al “Raspe”; al “En ti quedé”; al “Pelotazo”; al “Cero”; al “Hinque”; al “Escondite”; al “Un, dos, tres, te veo” y a tantos y tantos juegos que nos hicieron ser niños afortunados, entonces, y ahora hombres buenos.

jueves, 28 de mayo de 2020

Recuerdos de infancia.



Varear los colchones.
Esta típica y atrayente estampa najerina se repetía cada verano en nuestras calles y portales, cuando las señoras Pili, Gregoria y Julia vareaban la lana de los colchones de nuestras casas, para devolverles la dignidad perdida en todo un año de penurias y calamidades. Estas esforzadas mujeres, después de llegar a un acuerdo económico con nuestras madres -me consta que bastante paupérrimo, para la labor que realizaban-, descosían las fundas de los colchones, sacaban de ellas la lana y la extendían en el suelo para golpearla una y otra vez con sus varas -no recuerdo con exactitud si eran de avellano o de mimbre-, a la vez que la lanzaban por los aires, para darle la vuelta antes de que cayera al suelo y no golpear sobre la misma repetidamente, hasta dejarla suelta, ligera y muelle como el mismísimo aire. El sonido que las varas de estas artesanas emitían cuando golpeaban con furia la lana, causaba tal arrobamiento en nosotros, que éramos incapaces de irnos de donde estaban -yo seguía casi siempre a la señora Julia, por ser vecina y amiga-, hasta que no terminaban de darle. Cuando el colchón que iba a ser vareado era el tuyo, te quedabas a contemplar toda la operación, en el portal o en la calle, y veías como después de haber quedado la lana limpia, oxigenada y suave, volvían a meterla en la funda bien repartidita y, sentándose en el suelo con las piernas estiradas, canturreando, cosían la funda, colocaban los hiladillos y dejaban el colchón de nuevo listo para el combate. Esta operación había que repetirla cada año porque, meadas aparte, entonces los inviernos eran muy severos -descubrías la cama por la noche y estaban las sábanas mojadas de la humedad-, y en todas las casas era menester poner a diario sobre los colchones, caloríferos, bolsas o botellas de agua caliente y braseros antes de acostarte.
De heridas y cicatrices.
Como les anuncié en un artículo anterior -lo prometido es deuda-, les hablaré en esta ocasión de cómo explotábamos cualquier suceso -sobre todo en la escuela- para matar el hambre cuando éramos niños. El que te ocurriera algún percance en época escolar, solía convertirse en el acto en un auténtico chollo. Enseñar una herida o una cicatriz -esto último era ya el súmmum- podía reportarte suculentos bocadillos y deliciosos bollos. Esto ocurría durante el recreo y, aunque pueda parecer mentira, lo mismo lo practicábamos los chicos que las chicas. Cuando alguien aparecía por la escuela -igual daba el sexo- con algún parche, alguna gasa, algún esparadrapo o algún miembro vendado o escayolado, se convertía súbitamente en una auténtica atracción para nosotros, y todos contábamos con ansiedad los minutos que quedaban para salir al recreo -esto sería imaginario, digo yo, porque ninguno de nosotros tenía reloj- deseosos de que nos enseñara la herida o cicatriz -imagínense el cuadro, sobre todo si era chica: “¡Enséñamela; venga, mujer, enséñamela! ¡Te doy lo que quieras si me la enseñas!”- mediante un razonable precio. Tal era el hambre, y tal era el morbo. Y ya que estamos en la escuela, les diré, sin que salga de nosotros, que cuando estábamos en clase nos teñíamos los chicles de colores con las minas  de las pinturas Alpino, y cuando salíamos al recreo, nos fumábamos las hojas que se caían de los castaños de Indias en otoño, liadas en garabateadas hojas de cuaderno, dejándonos hecho cisco el cuerpo.

miércoles, 27 de mayo de 2020

Recuerdos de infancia.

Afiladores, estañadores y paragüeros.
En aquellos años era frecuentísimo encontrarte por las calles najerinas a los afiladores y a los estañadores y paragüeros, reclamando nuestra atención para que, por un módico precio, dejaran nuestros utensilios como nuevos. Los afiladores, venidos de tierras gallegas, si mal no recuerdo, iban con su bicicleta en una mano y un curioso silbato en la otra, que hacían sonar casi ininterrumpidamente de un modo tan peculiar, que era imposible confundirlos, para que nuestras madres les bajaran a afilar las desgastadas tijeras y los castigados cuchillos. Cuando esto ocurría, el afilador colocaba la estructura metálica -parecida a una gran parrilla de bici- bajo la rueda trasera de su bicicleta, para que esta quedara en el aire, y colocaba una polea que iba desde la rueda hasta la piedra de afilar, que estaba situada en el manillar, y comenzaba a pedalear sin parar mientras pasaba por la piedra el cuchillo o la tijera, despidiendo infinidad de aquellas chispas que tanto alborozo causaban en nosotros. Mientras desarrollaban esta labor, siempre silbaban alguna canción, meneándose la gorra de arriba debajo de cuando en cuando, hasta acabar la operación. Después de haber recorrido todas las callejuelas de la ciudad ofreciendo sus servicios a nuestras madres, se encaminaban hacia las carnicerías y pescaderías que había en la Calle Mayor, con la esperanza de que los cuchillos de grandes dimensiones y los machetes que utilizaban en estos negocios para descuartizar carnes y pescados, les proporcionaran una ganancia mayor. Aunque en Nájera teníamos al señor “Perrella” -perdonen que no recuerde su nombre- para estañar nuestras cazuelas y pucheros, era muy frecuente ver por nuestras calles a los típicos estañadores -quinquis o mercheros, como ustedes quieran-, que nos ofrecían arreglar por cuatro reales cazuelas, pucheros, paraguas, jergones y todo aquello que tuviéramos roto. Venían siempre en familia y cuando alguna de nuestras madres requería sus servicios, se sentaban informalmente en el suelo y, tras desplegar por doquier todo el instrumental, se ponían a estañar o colocar barillas sin desmayo, hasta dejar aquello que les había sido confiado como nuevo. Después, como nómadas que eran, desaparecían de nuestra ciudad sin que nos diéramos cuenta, y se dedicaban a recorrer los pueblos ofreciendo sus servicios, con la única pretensión de ganarse cada día el sustento. Y hablando de cazuelas y pucheros, he de decirles también que, sobre todo en verano, para librarnos de la obligada y fastidiosa siesta y poder quedarnos toda la tarde en nuestro bienamado Najerilla, nos ofrecíamos voluntarios a diario para ir a arenarlos en sus límpidas aguas, con aquella mezcla de arena y cascajo menudo que hacía de estropajo.


martes, 26 de mayo de 2020

Conato de incendio en el Parque Natural.

La noche del pasado domingo hubo un conato de incendio en el Parque Natural del Najerilla, que no pasó de eso, gracias al aviso de dos najerinos. Ya han intentado quemarlo dos veces en lo que va de año. El día que el -o los- pirómano lo consiga, se va a quemar del todo, merced al deplorable estado de abandono al que el Ayuntamiento lo tiene condenado.

Recuerdos de infancia.


La ía de correr atados.
Cuando las inclemencias del tiempo nos obligaban a quedarnos dentro del colegio durante el recreo, nuestro juego favorito era el de la “ía de correr atados” en el pasillo y en los retretes. Aquello era la leche. Comenzábamos, como siempre, donando, y al que le tocaba la aceituna -ya he explicado esto en algún otro artículo-, la quedaba, y tenía que dedicarse a ir cogiéndonos a todos los demás -jugábamos por lo menos cuarenta-, de uno en uno, hasta que no quedara libre ninguno. A medida que iba cogiéndonos, nos íbamos atando, entrelazando nuestras inocentes manos, haciendo así que cada captura dificultara mucho más nuestros movimientos. En el pasillo nos venía bien el estar muchos, por aquello de que lo ocupábamos entero, pero cuando alguno de nosotros conseguía subirse encima de los marcos de las puertas de los retretes, la cosa se ponía más peliaguda, porque era imposible maniobrar con agilidad entre ellos, yendo atados veinte o treinta chicos. Esto era posible -lo de corretear por los marcos- porque el techo de la escuela era altísimo y los marcos de las puertas no medían más de dos metros, lo que nos permitía desenvolvernos sobre ellos cual si estuviésemos en el suelo. Para subirnos, teníamos que trepar por cualquiera de los tabiques que los dividía, después de habernos lanzado sobre él desde el retrete -imagínense ustedes cómo seríamos de enanos, y cómo dejábamos las paredes con las suelas de nuestros zapatos-. Además de esta defensa natural, yo practicaba un buen truco para que no me pillaran, que consistía en colgarme, por la parte de afuera, en la ventana que había en el centro del habitáculo para ventilar e iluminar los retretes. La algazara que se preparaba en este juego era tal, que para explicarla no encuentro palabras. Pero sí las hallo, empero, para decirles que gracias a ella, nos ganábamos algún tortazo cuando pillábamos cabreado a algún maestro. Gracias a lo cual, ahora que no nos oye nadie, les diré que cuando fuimos un poquito más mozos, en no pocas ocasiones, les pusimos botes con agua sobre las puertas entreabiertas de sus retretes, para vengarnos de ellos.

lunes, 25 de mayo de 2020

¡Que no la talen!

Hace días que se desgajó la rama de una de las mimbreras autóctonas que hay en la margen izquierda del río Najerilla, en uno de los parajes más hermosos de Nájera. Desconozco si el Ayuntamiento es conocedor de este triste hecho o no -aún sigue la rama unida al tronco, descansando sobre el yerbín de la ribera-, pero desde aquí le pido que no la talen entera. Que separen la rama; curen y sellen el tronco, y conserven en buen estado esta preciosa y señera mimbrera.

Recuerdos de infancia.

De hurtos y penitencias.
En aquellos tiempos, por más que algunos se empecinen en negarlo, los niños teníamos que buscarnos la vida como podíamos, porque salvo de lo imprescindible -desayuno, comida, merienda y cena-, carecíamos de todo menos de las lógicas y naturales ganas de poseer todo aquello que para desarrollarnos como personitas normales necesitábamos. Las cuadrillas que yo frecuentaba entonces, cuando los días de labor teníamos tres o cuatro pesetas, íbamos a las tiendas menos peligrosas, donde sus dueños eran muy mayores o descuidados y, tras analizar dónde tenían algo barato -los chicles, por ejemplo- y alejado del mostrador, se lo pedíamos y mientras ponía la silla para subirse a dárnoslo, o entraba a la trastienda a por ello, o se agachaba a la cristalera del suelo a cogerlo -nosotros ya lo teníamos todo controlado-, le mangábamos lo primero que pillábamos para ir después a merendárnoslo. Y así te juntabas con un bote de mayonesa, una lata de sardinas, algún soldado -a mí nunca me gustaron-, cuando había suerte una tableta de chocolate, algunas frutas… y sin pan ni nada, te lo comías todo mezclado en algún portal o en cualquier descampado. Los domingos y festivos, aprovechando el follón que se preparaba en las librerías por la mañanita, cuando íbamos todos en tropel a gastarnos la paga en cromos para las dos o tres colecciones que a la vez hacíamos, aprovechábamos a mangar tarjetas a punta pala a pesar de que nunca jamás escribíamos nada en ellas ni a nadie se las enviábamos. Cuando se aproximaban las fiestas de San Juan, eran los estancos -que vendían lapiceros y bolígrafos- lo que visitábamos y, al igual que en los establecimientos anteriormente citados, entre el desconcierto que preparábamos, siempre mangábamos algún paquete de tabaco rubio -cualquiera cogía un celtas corto o un ducados- para que cuando llegara el día señalado tuviéramos cigarrillos para fumar hasta caernos redondos al suelo mareados. Lo malo de todo esto es que luego teníamos que vérnoslas con los curas en los confesionarios para contarles todos nuestros hurtos, considerados por nuestra realidad como necesidades y por su doctrina como pecados, y los cabritos de ellos no se conformaban con mandarte como penitencia tres padrenuestros y tres avemarías, sino que te exhortaban -te obligaban, sería lo correcto decir-, ¡casi nada lo del ojo!, a que devolvieras lo robado. Según sus demandas, para lograr la absolución tenías que ir a la librería del señor Antonio Izquierdo o a la del señor Faustino Gascón -Dios los tenga en la gloria a los dos- y decirles, tras darles amablemente los buenos días: “Mire usted, señor Izquierdo, o señor Gascón, que el pasado domingo le mangué dos tarjetas cuando vine a dejarle la paga de toda la semana en dos segundos comprando cromos, y vengo a devolvérselas como prueba de mi arrepentimiento y de mi oprobio”. No me negarán ustedes, amables lectores, que esta penitencia era muy peliaguda de cumplir: llegar a un establecimiento y, sin cortarte un pelo, decirle al dueño que el niño al que tenía por un buen cliente es en realidad un vulgar ladrón. ¡Cara absolución! Así que ninguno de nosotros cumplíamos las penitencias y, sin reparar siquiera en si estábamos absueltos o no, seguíamos buscándonos la vida viéndonoslas cada semana con los tenderos y con el confesor.

domingo, 24 de mayo de 2020

La columna de humo ha sido vista desde Nájera.

A las 14’30 horas, aproximadamente, todos los que nos hallábamos en las riberas del río Najerilla nos hemos sobresaltado al observar una gran columna de humo negro, que parecía proceder del mismo municipio. Sin embargo, dicho humo procedía del incendio en el patio trasero de un inmueble de Uruñuela. Al lugar de los hechos, después de que varios particulares dieran aviso al SOS Rioja 112, acudieron los Bomberos del CEIS Rioja, la Guardia Civil y una Ambulancia en preventivo del Servicio Riojano de Salud. El incendio ha afectado a maquinaria agrícola estacionada en dicho patio, remolques, herramientas de trabajo agrícola así como a dos depósitos de gasoil, estando afectados todos estos objetos. También se ha visto afectada la techumbre de la parte cubierta de este patio, así como dos muros de hormigón y algunas estructuras del inmueble. Tanto la vivienda de este inmueble como otros inmuebles aledaños han sido salvados por los bomberos del CEIS Rioja sin registrar daño alguno. Afortunadamente no ha habido heridos.

La hostelería najerina en pie de guerra.


A primera hora de esta tarde, el sector de la hostelería najerina ha vuelto a concentrarse en el yerbín de la extinta Falange para demandar retomar las negociaciones sobre las soluciones ofrecidas por el Ayuntamiento de Nájera, por considerar que las propuestas de la anterior reunión son insuficientes. Según ha declarado el dueño del Cultubar, la principal reivindicación de este sector es la exoneración del pago de las tasas de basuras y terrazas, durante este año 2020, por entender que es de justicia. Después de la concentración, les han dedicado un estruendoso y prolongado aplauso a todos los que nos han ayudado a salir de esta terrible situación que estamos viviendo, y, a continuación, han guardado un larguísimo, respetuoso y conmovedor silencio por todas las familias que durante esta pandemia han perdido a sus seres queridos sin poder acompañarlos. 

Recuerdos de infancia.


Repita la suerte.
Como, a pesar de que los Reyes Magos se equivocaban siempre y te traían material escolar en lugar de juguetes, tenías que buscarte la vida para tener durante todo el curso el estuche repleto de pinturas con las que colorear los rótulos que a diario hacíamos, y las portadas de los tebeos del Jabato y del Capitán Trueno -arte que dominaba a la perfección Matías Villar- que calcábamos cuando nos aburríamos, no se nos ocurrió mejor cosa que montar tómbolas en la escuela, en las que rifábamos elefantes, cebras, jirafas, indios, soldados y caballos. Para participar en ellas tenías que comprar los boletos que previamente habíamos preparado -uno con “vale por un indio”, y cien con “repita la suerte”-, pagándolos con especies, según el valor que tuviera lo rifado. Por ejemplo, si rifabas una pijadilla, dabas un boleto por cada pintura o lapicero medio gastados. Si por el contrario lo que estaba en juego era un Gran Jefe Apache, montado a caballo, cada boleto valía tres o cuatro pinturas nuevas; dos sacapuntas, dos gomas de borrar…, y, aunque pueda parecerles extraño, era tal la participación que yo, por ejemplo, tuve siempre los estuches repletos de pinturas, a pesar de estar a todas las horas pintando. Esto, leído así, en frío, puede parecer un chollo, pero no todo eran ganancias en la época de la que hablamos, porque hacíamos cosas que eran como para matarnos. Recuerdo que una vez que había pedido para Reyes un traje romano, me trajeron una estupenda cartera de cuero, hecha a mano, con material suficiente para todo un año, y el primer día de escuela, al cruzar el Puente de Piedra mis hermanas y yo -vivíamos en la calle Cuatro Cantones y no había puentes de tabla-, se me cayó al río al ir a asomarnos a la barandilla para contemplar la gran crecida que estaba bajando. Y recuerdo también que algún lío hubo con esto, porque mi bienamada madre siempre me dijo que yo la tiré adrede para ver si flotaba cual si fuera un barco. Y digo yo, después de tantísimos años, que a lo peor llevaba razón y lo hice para vengarme de los Reyes Magos… Lo mismo o muy parecido a esto me ocurrió otro año con unos zapatos nuevos -también de los Reyes Magos-, que por querer tocar el agua -qué iluso- con ellos desde el puente, se marchó uno de ellos hasta Zaragoza flotando. O sea que, como pueden ustedes ver, amados lectores,  no todo era un chollo en aquellos maravillosos años, como con sólo dos ejemplos ha quedado fielmente demostrado.

sábado, 23 de mayo de 2020

Incompetencia total.

Si los componentes del Equipo de Gobierno del Ayuntamiento de Nájera no han sido capaces de restaurar en cuatro meses el indicador del “Álamo de las tres guías” del Paseo de San Julián, ¿cómo van a ser capaces de llegar a ningún acuerdo con cualesquier sector najerino, ya sea hostelero, comercial o industrial?

Recuerdos de infancia.

San Crispín.
El 25 de Octubre, como mandaba la tradición, los najerinos celebrábamos cada año la festividad de San Crispín, patrón de los zapateros, y todos los niños andábamos como locos recorriéndonos las calles de la ciudad intentando mangar leña para hacer una gran fogata al atardecer en la que asar, una vez extinguidas sus terribles llamaradas, las patatas -robadas también- y zampárnoslas para cenar.  El peregrinaje era interminable y agotador, porque casi todos los mayores honraban también al patrón comiendo patatas asadas, y la leña, a pesar de ser Nájera una ciudad repleta de carpinterías y serrerías, escaseaba, sobre todo la descuidada, la que podíamos mangar sin dificultad. Lo de las patatas era diferente: cuatro de acá, cuatro de allá y cuatro de acullá, enseguida nos hacíamos con un montón de ellas para comer hasta reventar.  Como las fogatas, lumbres u hogueras, como a ustedes les guste más, se hacían en cualquier lugar -en aquellos años, además de haber muchos descampados en nuestra ciudad, las calles y plazas eran casi todas de tierra y cascajo apisonado-, al atardecer, la ciudad entera ardía como la Roma que Nerón mandó quemar. Cuando se había quemado la leña, esparcíamos la montaña de ascuas con unos palos largos, dejando una buena capa de ellas sobre el suelo, y poníamos en el centro las patatas, tapándolas a continuación bien tapaditas con las ascuas que habíamos esparcido, para que se asaran por todas las partes por igual.  A la hora de comérnoslas, por aquello de que entonces sólo había de tramo en tramo de cada calle y cada plaza una humilde bombilla, colgada del centro de un alambre torpemente cruzado de fachada a fachada -esto si no estabas en un descampado-, y no se veía ni a jurar, las más de las veces nos las comíamos totalmente abrasadas, llevándonos a la boca más carbón que patata; pero eso nos daba igual, la cuestión era vivir la aventura de la hoguera, las patatas y la sal -siempre había algún artista que presumía de saber hacer lumbre y después de intentarlo cuarenta veces, lo teníamos que despachar-, y el estar un montón de niños de noche ciega cenando y charlando en hermandad. Y lo que son las cosas, queridos lectores, por más que nuestros padres siempre nos decían que si andábamos con fuego nos mearíamos en la cama, ninguno de nosotros amanecía mojado a la mañana siguiente de San Crispín. Baste decir, para finalizar, que además de las cantidades ingentes de fogatas que diseminadas había por toda la ciudad, en casi todas las casas, bien fuera en el horno o en la chapa de la cocina, nuestras madres y abuelas, para honrar a San Crispín, asaban también patatas para cenar.

viernes, 22 de mayo de 2020

Recuerdos de infancia.


San Cristóbal.
Unos meses antes, recién comenzado el verano, todos los niños de Nájera nos dirigíamos al descampado que había en el aparcamiento de San Fernando, donde hoy está la Estación de Autobuses, a montarnos en los camiones que los conductores, para honrar a San Cristóbal, su Patrón, habían engalanado con docenas de ramilletes de flores de diversas especies. Había también un montón de coches, igualmente engalanados, pero esos no nos llamaban tanto la atención. Esto era una aventura increíble para nosotros, y no sólo por aquello de poder montarnos en un camión -un sueño totalmente inalcanzable fuera de esta celebración-, sino porque salíamos de lo que considerábamos pueblo, y lo hacíamos además, cual si fuera la mejor y más cara excursión. A pesar de que había muchos, como ha quedado dicho anteriormente, todos nosotros nos poníamos morados a golpes a la hora de elegir, por querer “pillar” el mismo del año anterior, porque a fuerza de montarte en unos y en otros, ya sabías el recorrido de cada uno de ellos, y elegías el que lo hacía más largo. Yo siempre me montaba en el de Cerámicas Cordón, que tenía la fábrica en el quinto pino -era la Tejera actual- y le costaba llegar un montón. Sin terminar de darles Don Manuel la bendición con el agua bendita, nos subíamos a todo meter en el que habíamos elegido y, sin esperar siquiera a sentarnos, nos poníamos a cantar a porfía aquello de: “Para ser conductor de primera/, de primera/, de primera/, para ser conductor de primera/, hace falta ser buen bebedor/. Con el vino se engrasan las ruedas/, ay las ruedas/, ay las ruedas/, con el vino se engrasan las ruedas/ y se suben las cuestas mejor…”, hasta que acaba la excursión. Cuando regresábamos donde habían estado aparcados, ninguno de nosotros se quería bajar del camión, porque todos sabíamos de sobra, que hasta el año siguiente se había acabado la función. Actualmente, para alborozo mío, mi quinto y amigo Félix García y sus hermanos, aunque en modo alguno como entonces, han revivido la tradición.

jueves, 21 de mayo de 2020

Trampa mortal

Tal y como vengo advirtiendo desde hace días, hace más de medio año que existe una trampa mortal -pongo mortal, porque realmente lo es- en la carretera, si así se le puede llamar, que cientos de coches utilizan diariamente para ir y venir al Polígono Industrial, y para  venir de Logroño a Nájera a trabajar e irse de Nájera a Logroño a descansar, en el túnel de la antigua circunvalación, muy utilizada para pasear. Se trata de una arqueta de metro y medio de profundidad, aproximadamente, a ras de suelo, en el canal de riego de la mano derecha, saliendo de Nájera, que, aunque tiene un cono pequeño como señal de peligro, ahora mismo no sirve de nada. Desde que comenzó el desconfinamiento, centenares de najerinos salen a pasear por el camino de las huertas, y vuelven por el camino del Polígono industrial. Cuando llegan allí, si sube o baja un coche, se tienen que orillar, y a esas horas: las nueve y media, diez, diez y media de la noche, no se ve ni a jurar, y pueden caer en ella, rompiéndose, en el mejor de los casos, una pierna o la columna vertebral. Desconozco de quién es la responsabilidad de cubrirla con una chapa de hierro o, en su defecto, señalizarla de forma más visible y segura, mas si yo fuera del Equipo de Gobierno del Ayuntamiento de Nájera, esta trampa mortal estaría eliminada hace tiempo ya, sin lugar a dudas.

Recuerdos de infancia.

Ir andando a las fiestas de los pueblos.
Esta hermosa costumbre era seguida por toda la chiquillería de Nájera, que desde primeras horas de la tarde, comenzaba a desfilar por la carretera camino del pueblo que se encontrara en fiestas. A juzgar por las distancias de los demás, es de suponer que solamente íbamos a Tricio, Huércanos y Uruñuela, muy cercanos los tres a nuestra ciudad. Por increíble que pueda parecer, la juerga en sí era lo que menos nos importaba; de hecho, para cuando ésta empezaba, nosotros ya estábamos metiditos en la cama. Lo que de verdad nos movía a ir andando a las fiestas de los pueblos, era el ir echándole el ojo a los frutales que por el camino nos íbamos encontrando -empleábamos horas en ello-, para “visitarlos” a la vuelta, y el ir preparando el plan con la chica que te hacía tilín, para que, al amparo de la noche, te lanzaras en busca de un beso robado, mientras le ofrecías los mejores frutos de la huerta; aunque a la hora de la verdad -esto era así-, de no haber sido por ellas -eran más valientes que el Cid-, la mitad de las veces nos habríamos quedado sin probar las excelsas fresas, ciruelas, manzanas y peras. No obstante y aún así, reconociendo públicamente que éstos eran los verdaderos motivos de nuestras largas caminatas, lo cierto es que cuando llegábamos a la verbena del pueblo, unas tres horas después de haber salido de casa, a pesar de haber sólo dos kilómetros de distancia, nos liábamos a bailar suelto como locos, mientras los mayores departían ruidosamente sentados en las terrazas. Era increíble el cisco que preparábamos ensayando los pasos de moda, aunque la música que interpretara la orquesta no pegara con ellos ni con cola. Y cuando comenzaba el popurrí final, hacíamos un corro tan grande, que éramos la admiración de la plaza. Luego, como ya ha quedado dicho, de regreso a casa, íbamos desfilando todos en cuadrillas por la carretera, dispuestos a asaltar las huertas y compartir sus mejores frutos con la chica que furtivamente llevabas agarrada. Conviene aclarar sin más tardanza, que nuestros padres nos consentían esta práctica -la de ir andando a los pueblos, ¡ojo!-, porque en aquellos maravillosos años, por nuestras carreteras apenas circulaba algún seiscientos o alguna cabra. Curiosamente, cuando crecimos un poquito y nos convertimos en hombrecitos de pelo en pecho -¡ya será menos, chaval!-, no fuimos capaces de ir nunca más chicos y chicas de Nájera juntos a los pueblos a bailar. El que ellas y nosotros saliéramos con chicos y chicas de otros pueblos se convirtió en algo habitual.

miércoles, 20 de mayo de 2020

Recuerdos de infancia.


De cuando los niños éramos los verdaderos protagonistas de las fiestas de San Juan.
Mucho antes de que el señor Quico diera los tres golpes de bombo, “pom, pom, pom”…, nosotros ya estábamos alborotados esperando el comienzo de nuestras soñadas “Vueltas”. La mayoría habíamos estado almorzando en el cascajo con nuestros padres -antes tenían esa buena costumbre-, y el ansia de bailar al son de la “morena y la rubia, hijas del pueblo de Madrid”, alrededor del viejo quiosco, hacía que se nos antojara larguísima la espera. Cuando ya estábamos hechos cisco de tanto correr y empujarnos unos a otros, comenzaban las Vueltas y, con ellas, nuestra particular hazaña: conseguir darlas enteras y llegar después sanos y salvos hasta la Plaza de España. Era en el peregrinar hacia dicha plaza donde nosotros adquiríamos todo el protagonismo. Nos agarrábamos todos de las manos y formábamos grandes corros que se estiraban y encogían al compás de nuestras coplillas, ajenos a la gente y a los músicos. No oíamos la música -ni puñetera falta que nos hacía-, pero no nos importaba porque nuestra ilusión no era retrasar la llegada a la plaza, sino adelantarla, y les sacábamos grandes distancias a los sufridos músicos, que se las tenían que ver con los mayores, mientras cantábamos sin cesar el “Caracolero de Tricio”, “Has de bailar, que te tengo dar perucos”, “En el corral de Tivo ha caído un aeroplano”, “Ha venido un carro lleno de tijeras”, “Nos han obligado a cambiar de herrero”, “Ay, Viriato”, “El aldeano tiró la piedra”, “Beber, beber, beber es un gran placer”, “Ay, Manolé”, “Si no tienes un duro no te hace caso nadie”, “El 24 de Junio”, “Ojalá te emborracharas, Manuel”, “Ya llegó el verano, ya llegó la fruta”, “Severín Severín”, “Si te pega tu marido”, “Qué chispa tienes, Calatayud”…, y un larguísimo rosario de canciones que conformaban el riquísimo y olvidado folclore sanjuanero. Cuando los mayores  no habían llegado aún al Puente de Piedra, nosotros ya estábamos sentados en el suelo de la Plaza de España, esperando ufanos la llegada de los torpes, de los retrasados. ¡Habíamos conseguido llegar, y además les habíamos ganado! Cuando asomaban por el antiguo Bar Hispano, aplaudíamos -los niños de entonces éramos solidarios y animábamos a los perdedores- y nos poníamos rápidamente de pie para volver a dar las “Vueltas” y marchar a todo meter a casa a comer, para preparar los botes de fruta en conserva y las botellas de limonada, naranjada y cola que nos servían de merienda en la Fuente de la Estacada. Después de habernos puesto ciegos de melocotón y piña en almíbar y de que los refrescos nos salieran por las orejas, nos dirigíamos a la Plaza de España a seguir la juerga, mientras los mayores comenzaban a ubicarse en las frondosas choperas para dar buena cuenta de las copiosas meriendas que transportaban en grandes cestos cubiertos con mantelitos de cuadros, que hacían que se nos fueran los ojos detrás de ellos, con una increíble envidia. Esta vez nos tocaba cantar la de “Hemos perdido, pero nos hemos divertido”. Y, como si tal cosa,  proseguíamos nuestra sanísima y personal juerga hasta que nuestros padres nos iban a buscar para llevarnos a casa a descansar. Aunque las fiestas de San Juan siempre serán especiales y nunca faltarán hermosas anécdotas que contar y añorar, quizá no estaría de más el que lleváramos a nuestros hijos a almorzar y los soltáramos después en el Paseo en busca del tristemente desaparecido folclore popular. ¡La fiesta seguro que nos lo agradecería!

martes, 19 de mayo de 2020

Recuerdos de infancia.

Cortar el Muelo.
Cuando un domingo por la mañana te levantabas a mear y, al darle al interruptor, no se encendía la luz, gritabas emocionado: ¡Han cortado el Muelo! ¡A pescar se ha dicho! Y te vestías a todo correr y, sin apenas desayunar, con las legañas en los ojos, salías de casa cual caballo desbocado, bajando las escaleras de cuatro en cuatro, con dirección al Muelo, a coger truchas, cangrejos, loinas y barbos. Como era muy pequeño, te dirigías directamente al túnel que iba desde el camino de las huertas -donde hoy está el Frontón- hasta la fábrica de Harinas Vázquez y, provisto de un buen palo y de una linterna que alumbraba cuando quería, te ponías a matar a palazos las loinas -allí no había otra cosa- que desesperada e inútilmente trataban de salir del cauce hormigonado, casi seco, en busca de abundantes y oxigenadas aguas, poniéndote como un cristo del líquido elemento cada vez que lo golpeabas. Matar no matabas ninguna, pero acabar, acababas desriñonado y empapado. Rendido ante la cruda evidencia, pero con más moral que el Alcoyano, te dirigías risueño Muelo arriba a contemplar cómo pescaban los mayores en sus corros preferidos. Cuando llegabas a la casa de Benjamín, donde estaba la compuerta, sin poder vencer la tentación que el morbo te producía, te metías totalmente a ciegas por debajo de las casas, como si con ello te apoderaras de sus secretos más íntimos, hasta llegar al pilón de la Goíta, donde los hermanos Morras y Piegot pescaban truchas hermosas en las coladeras de los pilares de la fábrica de piensos de la Nedi Ochoa, mientras las ratas de agua huían despavoridas por encima de sus cabezas, poniéndote a ti los pelos de punta. Después de haberles visto coger una docena de ellas, subías a la soguería a probar fortuna entre los pescadores de cangrejos, que elegían esa zona por estar canalizada de forma natural, con canto rodado, lo que hacía que allí criaran miles de cangrejas entre los huecos de las piedras, pero a lo más que llegabas era a coger media docena de pequeñitos, de los que ellos no querían, metiéndotelos en el bolsillito del pantalón corto, para que te dejaran en carne viva las pantorrillas con sus pinzas. Sin saber cómo, aparecías en la fuente de La Estacada, donde había un tramo truchero por excelencia, pero como allí siempre se quedaba mucha agua, tus opciones eran nulas, por lo que, después de ojearlo unos instantes, subías aguas arriba -lo de aguas arriba es un decir, pues había tramos totalmente secos-, hasta llegar al Molino de San Julián, donde los conocedores de ese tramo cogían truchas, cangrejos y anguilas. En una ocasión, Caetano cogió una de más de cuatro kilos en el puente que cruza el Paseo. A partir de ahí, de la Central de Tricio para arriba, eso ya era otra historia, porque, aunque había muchísimas truchas, allí las cogían con remangas, trasmallos y otros artilugios de pesca, restándole emoción a la cosa. El Muelo se cortaba para limpiar su cauce de barro, berlañas, botes, latas, botellas, cajas y toda suerte de utensilios caseros -parecía un bazar-, tarea ésta que era llevada a cabo por los obreros de Vázquez y Ochoa, propietarios de los molinos y de las centrales que se alimentaban de sus aguas. De ahí que no se encendiera la bombilla cuando ibas a dar la luz. Cuando esto ocurría, todo el pueblo acudía muy de mañana al Muelo a pescar, para llegar antes que ellos, ya que, al igual que el caballo de Atila, por donde pasaba este batallón de limpieza con sus hoces, rastrillos y moriscas, no quedaba nada con vida. Huelga decir que era obligado meterse calzado, porque si no, la javetada era segura. Después de comer, a eso de las cinco de la tarde, sentados temerariamente en las barandillas del puente de la Goita, contemplábamos con obligada resignación cómo las aguas turbias del Muelo iban creciendo aceleradamente, arrastrando con ellas berlañas, botellas, hierbas y todo lo que tú habías visto, tocado y pisado con gran alegría por la mañana. ¡Qué tristeza más honda te producía! No obstante, enseguida te reponías pensando que cualquier domingo, cuando te levantaras a mear y fueras a dar la luz, ésta no vendría.

lunes, 18 de mayo de 2020

Recuerdos de infancia.

Hacer picia.
Aunque para algunas cosas no nos hacía falta la ayuda de nadie -sobre todo si se trataba de no pegar golpe-, lo cierto es que fue con la llegada de los “fuleros” -Juan y Pedro- y de “pezeta” -Juan-, que habían sido escolarizados en nuestro colegio por haber venido sus familias a nuestra ciudad a trabajar en la “Helma”, empresa dedicada a construir los canales del Najerilla y otras obras importantes, cuando muchos de nosotros comenzamos a hacer pifia -faltar a clase-, un día sí y otro también, en las soleadas y perfumadas tardes primaverales. A estos entrañables y recordados compañeros venidos de Andalucía -de ahí lo de fuleros y peseta-, no se les ponía nada por delante -eran más valientes que el Cid-, y a los pocos días de llegar, ganada ya totalmente nuestra amistad merced a su gracejo, comenzamos a planear lo que llevaríamos a cabo más tarde. La cosa comenzó con aquello de: “A que no hay cojone…”, y como cojones, con ese, sobraban, sin terminar la frase ya estábamos todos buscando tréboles de cuatro hojas en la Fuente de la Estacada, para que nos dieran buena suerte. Las actividades que llevábamos a cabo durante las horas de pifia -también llamada “escapa”- dependían en gran medida de la bondad de las tardes: si estaban fresquitas, nos íbamos por ahí, sin rumbo fijo, a recorrer las huertas, las choperas, las alamedas y los arrabales. Si por el contrario hacía calor, nuestro destino estaba claro: darnos largos y refrescantes baños en el Pozo del Gobierno, en la Subida y la Bajada y en la Pirámide, disfrutando en toda su plenitud de nuestro bienamado Najerilla, porque a esas horas y en esas fechas por allí no había nadie. Cuando nos sacudíamos del cuerpo la galbana, cosa que ocurría muy de tarde en tarde, nos íbamos al Castillo, a Malpica y a la Calavera, a coger cazueletas -aunque ya no era temporada-, a jugar a los indios, a jodernos los pantalones tirándonos de culo por los patinetes que hacíamos con agua en las pendientes, o a montar en burro -de vez en cuando había alguno por allí pastando- si teníamos suerte. Y así, holgazaneando y retozando vivíamos unos cuantos de nosotros la primavera plácidamente; y entre paseos, siestas, juegos y baños, íbamos aprendiendo triquiñuelas y maldades, y desechando de nuestras ya despejadas mentes, creencias banales como la de que toda mujer que llevaba una venda en el tobillo estaba con el mes de las flores. Pero como todo lo hermoso es efímero, y la alegría dura muy poco en la casa del pobre, el hacer pifia se nos acabó -hay amores que matan- por lo mucho que nos quería el maestro, que, preocupado por nuestras continuadas ausencias, dio cuenta de ellas a nuestros padres, quienes, además de darnos cuatro golpes bien dados, terminaron de un plumazo -cintazo sería más correcto decir- con nuestras soleadas y perfumadas tardes primaverales. Y ya que les he hablado a ustedes de andaluces y de la “Helma”, creo de obligado cumplimiento decirles que muchas de las familias que vinieron a trabajar aquí en aquel entonces, se quedaron a vivir entre nosotros para siempre, a diferencia de lo que ocurriera años más tarde con la “Coviles”. Aunque esa es otra historia y merece capítulo aparte.

domingo, 17 de mayo de 2020

¡Y al fin voló!

Ayer por la tarde, cuando dábamos el paseo de los confinados, nos encontramos en pleno camino un Águila Harris maltrecha, que apenas podía caminar. Después de haber llamado al 112, anduvo a trompicones hasta una viña cercana, donde reposó en una de las cepas durante media hora aproximadamente. Y, unos minutos antes de que llegara el Agente Forestal al que habían enviado a socorrerla, el Águila alzó el vuelo. Se da la circunstancia de que a pesar de formar parte de la familia del busardo o águila ratonera, es conocida popularmente como Halcón de Harris, uno de los más utilizados en el deporte de la halconería, por lo que dedujimos que el águila llevaba bastantes horas perdida, y al no haber recibido de su dueño el alimento necesario, se quedó exhausta.

Recuerdos de infancia.

Seme catama.
Un juego curiosísimo que nunca supe -ni ahora mismo lo sé- qué significaba, era el “Seme catama”, que se jugaba con balones pequeños y pelotas de goma -aquí usábamos mucho las que venían en las cajas de zapatos Gorila-, y que consistía en botar el balón o la pelota y pasar la pierna sobre él o sobre ella, a la voz de una, luego de dos y así hasta que hicieras mala. Ejemplo: “Seme catama, una, de la pole, pole, una, osmán”… Y tenías que pasar la pierna, haciendo verdaderos equilibrios, cuantas veces llevaras pasadas. A este juego jugábamos chicos y chicas juntos y tenía muchos cantares -el “Seme catama”, era sólo uno de ellos- que urge aclarar ahora mismo, eran cantados también en el juego de la soga. Así, por ejemplo, de este juego era típico el de: “No hay en España, leré -aquí pasabas la pierna-, puente colgante, leré -vuelta a pasar la pierna-, más elegante, leré -más de lo mismo-, que el de Bilbao, riau, riau”. Y aquí se pasaba dos veces. Por increíble que pueda parecer, las chicas eran tan ágiles jugando a esto, que no éramos capaces de verles nada  por más veces que levantaran las piernas. Qué traidoras eran. Y ya que mencioné en un artículo anterior el “Zampabollero, tápame el bujero”, explicaré hoy en qué consistía este juego. Se cogía un trozo de barro y, tras amasarlo cual si fiera la masa de las barras de pan, hacíamos una especie de cazuelitas que, al grito de “Zampabollero, tápame el bujero”, estrellabas con furia contra el suelo para que al chocar contra él, el aire que tenía dentro hiciera un agujero lo más grande posible, que los demás jugadores -no había límite- tenían que reponerte hasta taparlo entero, dejándolos a ellos con muchísimo menos barro, para que cuando te tocara a ti hacerlo, tuvieras que tapar un agujero mucho más pequeño, porque de lo que se trataba el juego, como casi todos,  era dejar a los demás jugadores sin su preciado tesoro. En este juego, tal y como indiqué con anterioridad, el barro no era un material humilde, sino algo muy valioso que defendíamos a cara de perro.
El aro.
Este juego, que a primera vista puede parecer de lo más tonto y aburrido, fue de los más practicados cuando éramos niños. Y ahora mismo, a la hora de escribir sobre él, no paro de preguntarme qué es lo que sentiríamos cuando le dábamos golpes al aro con el palo, poniendo cara de velocidad cual si fuéramos pilotos de Fórmula 1-siempre íbamos corriendo con él-, ya que entonces no teníamos televisión e ignorábamos que existiera incluso el “dos caballos”. Sea como fuere, lo cierto es que con cualquier objeto circular: una llanta o cubierta de rueda de bici; una cubierta de “Guzzi” -o como se ponga-, aquella moto que llevaba en el depósito las marchas; el asa de un cesto; la tapadera de aquellos bidoncitos de cartón que contenían ¿cola?; un hierro…, hasta las cubiertas de las ruedas de las “Vespas” y las “Lambrettas”, que te dejaban desriñonado por lo pequeñas y pesadas que eran, y un buen palo, te ponías morado de recorrer durante horas -íbamos con ellos hasta a los recados- todas las callejuelas de la ciudad dándole palazos  al aro de cuando en cuando. Algunos niños, sobre todo veraneantes, llevaban aros con guías de hierro, comprados en jugueterías, que causaban en todos nosotros un frontal rechazo. ¿Cómo podían comparar la mariconada de ir guiando un hierro, con ir dándole golpes a mansalva a una rueda con un palo? ¡Apañados estaríamos!

sábado, 16 de mayo de 2020

Recuerdos de infancia.


De ruedas y tracas.
Para seguir poco más o menos en la edad en la que se centra este maravilloso recuerdo, y no movernos de momento de la Plaza de España, que es donde estamos centrando los últimos juegos, hablaremos hoy de los fuegos artificiales de las fiestas, que aunque obviamente no son un juego, en esa época para nosotros sí que lo era. Tanto en San Prudencio como en San Juan Mártir, Lucerico nos preparaba en la Plaza de España unas ruedas repletas de fuego de artificio, clavadas en un rudimentario madero sustentado con unas tablas en forma de equis, y una traca suspendida en el aire a unos dos metros de altura aproximadamente, atada de árbol a árbol, para que nosotros la gozáramos como lo que éramos: enanos. Cuando las encendía -siempre comenzaba por las ruedas, guardando la traca para el final-, toda la chiquillería jugábamos a cruzarlas protegidos con gabardinas, paraguas, cajas de cartón y toda suerte de objetos, pero como no lo hacíamos todos en la misma dirección, y además apenas veíamos con los protectores que llevábamos puestos, nos pegábamos unos golpes de espanto, terminando casi todos en el suelo, bajo los multicolores fuegos, con los ropajes chamuscados. Con ser éste unos de nuestros divertimentos favoritos, no lo era menos observar cómo, ya fuera San Prudencio o San Juan Mártir, siempre aparecía al acabarse los fuegos de las ruedas, la imagen de San Prudencio, lo que hacía que todos al unísono diéramos estentóreos vivas a San Prudencio en San Juan Mártir, con manifiesto y puñetero cachondeo.
El yoyó.
Jugar al yoyó, o bailar el yoyó, para mejor decir, fue algo de tal magnitud, que llegaron a celebrarse campeonatos a nivel nacional. Nosotros, más humildes, nos conformábamos con no hacernos un lío cuando lo soltábamos de la mano con la intención de que no bajara muerto y subiera enroscándose con alegría, para poder repetir una y otra vez la operación. Cuando fuimos ya un poco más diestros en la materia, además de subirlo y bajarlo con alegría, lo lanzábamos para delante y para atrás, y dábamos vueltas enteras sin que dejara de bailar. El yoyó en cuestión era un aparatito circular de plástico, parecido a un carrete de pesca de lombriz, formado por dos circunferencias unidas por el vértice, donde se anudaba un cordel como de metro y medio de largo, con el fin de enroscarlo para que, al lanzarlo, se desenroscara y lo hiciera bailar. Lo bueno de este juego -si es que así se le puede llamar- era que no tenía reglas, ni normas, ni cuadrillas que formar. Lo malo, que en cuanto lo bailabas un rato, como no era un juego participativo, estabas deseando ir a la Plaza a juntarte con toda la chiquillería y ponerte a jugar al marro, al encuentro o al burro, que eran juegos de verdad.

viernes, 15 de mayo de 2020

Recuerdos de infancia.

El juego de la Trus.
Como iremos comprobando a lo largo de diferentes artículos -para qué nos vamos a engañar-, a la escuela íbamos a todo menos a estudiar; y tanto en horas de clase como en el recreo, no parábamos de poner en práctica lo único que sabíamos hacer: jugar. El juego de la “Trus” lo inventó mi compañero y amigo Javi Moreno -más conocido en nuestro mundo como “Javitrus”-, y consistía en librar luengas y cruentas batallas entre los ejércitos de uno y otro compañero de pupitre, hasta que uno de ellos se hiciera con el castillo del otro, proclamándose vencedor de la encarnizada batalla campal. Hasta aquí todo podría parecer normal; pero lo más gracioso de todo -nunca supe cómo nos lo pudieron tolerar- es que jugábamos mientras don Emilio explicaba la lección, y utilizábamos como marco de nuestras batallas el mismísimo pupitre, hasta que fuimos totalmente incapaces de distinguir quiénes eran los guerreros de uno y de otro, de lo chapuceramente garabateado que estaba ya. Y lo peor de todo fue que este juego, que nació como un entretenimiento suyo y mío, como dicho ha quedado ya, terminaron poniéndolo en práctica todos los demás. Cuando nos fue imposible ya seguir jugando en los pupitres, los bosques del mundo entero comenzaron a temblar, porque gastábamos tantas hojas de cuaderno practicándolo, que las librerías todas se quedaron sin material. Los dibujos, si así se les podía llamar, eran flamantes castillos medievales desde los que las catapultas no cesaban de disparar terribles y devastadoras bolas de fuego -cada disparo era una raya de bolígrafo sobre el papel; imagínense ustedes qué cacao-, mientras la infantería se rompía los cuernos -de los cascos, ¡cuidado!- a espadazo limpio, hasta dejar el campo de batalla lleno de cuerpos descuartizados, y la hoja del cuaderno sin poder trazar una raya más. Las batallas no eran silenciosas, como el lector pudiera pensar, no; todas ellas iban acompañadas de los sonidos pertinentes, según fuera el material con el que los bravos guerreros se pusieran a luchar, con lo que el cisco que preparábamos no es para contar. Lo que no consigo entender -aparte de que don Emilio nos permitiera esta temeridad- es por qué lo bautizo Javi como “el juego de la Trus”, ya que ningún héroe de los nuestros se llamó así jamás. Sea como fuere, lo cierto es que este apasionante juego destacó sobre todos los demás. Y ya que viene a colación, les hablaré de algunos más de los muchos que practicábamos en horas de clase, en lugar de estudiar. Comprábamos todos cuadernos y libretas de papel cuadriculado y, en vez de rompernos los cascos llenándolos de godos, visigodos, verbos, adverbios, circunferencias, trapecios, cabos, golfos, judas, legionarios y demás, jugábamos a marcar cada uno una rayita dentro de un gran cuadrado, hasta que al no poder marcar más sin peligrar, uno de nosotros se tenía que mojar -a los que lo dominábamos nunca nos cerraban más de seis- dejándole el camino expedito al otro para que cerrara un montón de cuadraditos, dejándote a ti cuatro o cinco nada más. Jugábamos mucho también al juego de las faltas, ese que ponías la primera letra de una palabra que te habías inventado, y hacías tantos guiones como letras tuviera, tanto en la palabra como debajo de ella, en las faltas, que era las que podía fallar. Y, finalmente, para no aburrir al personal, nos dedicábamos también, aunque en menor medida, a hundir barquitos que nada nos habían hecho, y que estaban tan ricamente en la mar. ¡Que ya son ganas de chinchar!

jueves, 14 de mayo de 2020

¿Qué va a ocurrir en San Juan?

Teniendo en cuenta lo que ha ocurrido estos días en todo el país nada más pasar de la fase 0 a la 1, cabe preguntarse qué va a pasar en Nájera el día San juan. Sé que falta más de un mes para que llegue esa fecha; pero sé también cómo se están comportando ahora mismo un montón de jóvenes najerinos, y cómo se pueden comportar el día 24 de Junio, después de almorzar y ponerse ciegos de calimocho, cerveza y vino. ¿Han caído en esto los componentes del Equipo de Gobierno del Ayuntamiento najerino? Y si han caído, ¿tienen algo previsto para impedirlo? Vaya por delante que sé a ciencia cierta que ninguno de los jóvenes lo iba a hacer de mala fe; lo harían, de hacerlo, además de por ser jóvenes, por divertimento. -Yo no he olvidado que fui joven; y sé lo que se hace cuando lo eres y te “pones ciego”-. Pero en esta inédita, ignota y siniestra ocasión, no se trataría de una simple gamberrada, propia de jóvenes beodos, sino de una terrible irresponsabilidad con consecuencias imprevisibles para todo el pueblo. Creo sinceramente, que los más de 27.000 españoles fallecidos, y los más de 49.000 sanitarios contagiados por intentar salvarnos la vida luchando hasta la extenuación en las UCIS contra el coronavirus, se merecen todo nuestro respeto. Y aunque solo fuera por esto, todos deberíamos velar porque ese día no ocurra nada que pueda dar al traste con este titánico esfuerzo.

Recuerdos de infancia.

Días de radio.
En época de escuela, cuando oías sonar un teléfono por la mañana -en Nájera no había más que el de la centralita-: “rriinngg; diga; sí Paco Ruiz al aparato”, y comenzaba a sonar la música de Hatari, te levantabas a todo meter de la cama, y sin apenas desayunar, bajabas de tres en tres las escaleras de tu casa,  porque el programa de radio del detective privado Paco, y su secretaria Paca, te anunciaba que si no lo hacías, estarías obligado a hacer picia o escapa -como ustedes quieran-, por tener la puerta de la escuela cerrada. Si eran vacaciones, te dabas media vuelta y, más contento que “Chupín”, te volvías a dormir escuchando a los “Porretas”. Por la tarde, después de comer, cuando nosotros nos íbamos a la escuela o nos echábamos la obligada siesta estival -dependiendo de la época-, nuestras madres, sentaditas de medio lado en las escaleras de sus casas, escuchaban atentamente la novela “Los miserables”, de Víctor Hugo, mientras se gastaban los ojos haciendo punto, cosiendo, con sus dedales estratégicamente colocados en los dedos, o zurciendo calcetines con aquellos huevos de madera de haya, gozando y sufriendo las venturas y desventuras de sus protagonistas. Si por alguna poderosa razón alguna vecina se había perdido la novela, por la noche, llena de ansiedad preguntaba: “¿Qué ha pasado Celina? ¿Lo han metido en la cárcel…?” Y la Celina, henchida de satisfacción, contestaba: “¡No; que no lo han detenido; que se ha hecho pasar por un mendigo!”  Y la tal vecina, llena de alivio, entraba en su casa dispuesta a dar buena cuenta de la cena, para irse a la cama a dormir a pierna suelta, gracias a la buena nueva del serial. Nosotros, por nuestra parte, cada noche, antes de dormir, calibrábamos si lo íbamos a hacer bien o mal, dependiendo de quiénes fueran los necesitados o enfermos del programa de radio “Ustedes son formidables”, que solamente con oír su sintonía, “La Sinfonía del Nuevo Mundo”, de Dvorak, se nos ponían los pelos de punta. Después de la introducción, hecha por el director del programa, Alberto Oliveras, las pertinentes presentaciones, descubrías con sorpresa que un najerino necesitaba tu ayuda. Y pronto y bien mandado, ibas a casa del susodicho y decías a micrófono abierto: “Me llamo Usebito, y doy una pesetita para que se ponga pronto bueno Paquito”. Y te volvías a casa loco de contento. Después, el director le preguntaba: “¿Cuál es tu equipo de fútbol favorito?” “¡El Real Madrid!” -contestaba Paquito-. Y mira por dónde, va y resulta que, sin nadie sospecharlo, todos los jugadores del equipo estaban en las escaleras de su casa esperando a que los llamaran, para entrar a visitarlo y regalarle la equipación completa con las firmas de todos ellos, además de una aportación económica para que se pusiera pronto bueno. En vacaciones de Navidad, entre advertencia y advertencia de que los mazapanes de Soto eran exquisitos y de que el Lobo era un buen turrón, escuchábamos, con la música de “España cañí” de fondo, el programa de radio “Por la sonrisa de los niños”, que trataba igualmente de ayudarnos. Entre la marcha del pasodoble, los cánticos de la lotería de los niños del Colegio San Ildelfonso y los cientos de villancicos que escuchábamos a diario, la gozábamos como los indios, viviendo la Navidad un mes antes de que llegara, como en algún otro artículo he dejado dicho. Los domingos y festivos, mientras nos comíamos la típica paella, escuchábamos en la radio: “Si a la pelota y perdiera/ el molinero jugara/ si a la pelota y perdiera/, no le faltarían palos a la pobre molinera…”, que era la música de fondo de los anuncios de los grandes partidos de pelota que iban a disputarse esos días en La Rioja. La radio, en suma, era capaz de conseguir a diario algo tan hermoso como el sentarnos a todas las familias de Nájera alrededor de una mesa, y, mientras reíamos o llorábamos, hacernos compartir pan, amor y besos.

miércoles, 13 de mayo de 2020

Recuerdos de infancia.

Tocar pared.
Este juego lo practicábamos casi siempre en el refectorio de Santa María La Real, por ser el lugar más emocionante que existía en Nájera para hacerlo. Allí, además de estar en un recinto cerrado muy grande, protegido de todas las adversidades climatológicas, los balonazos retumbaban de tal forma, que por débil que fueras, parecías al chutar Paco Gento. Los balones empleados para ello eran casi siempre de los de plástico que conseguíamos con la colección de chicles “Cosmos”, gracias a la bondad infinita de la Leo, que me dejaba elegir entre los cien chicles que traía la caja, los cinco astronautas que a los demás no les salían nunca. En el envoltorio de estos chicles, que eran negros, toda una novedad para nosotros, venía dibujada la cabeza de un astronauta, con las dos orejas negras en noventa y cinco de ellos, y una negra y otra blanca en los cinco restantes; en eso los distinguía yo después de mascar toneladas de ellos sin conseguir ningún premio. -Que Dios te premie a ti, querida y recordada Leo, y te ofrezca los frutos más excelsos del árbol del cielo-. Volviendo de nuevo al juego, como su propio nombre indica, consistía en tocar la pared del frontis -el refectorio fue siempre utilizado por nosotros como frontón- con el balón, dándole siempre con las piernas. Nos poníamos en el centro del refectorio quince o veinte jugadores de primera división y, tras chutar con toda su fuerza quien tenía el balón, tenías que intentar que éste no te dejara atrás y te fuera imposible mandarlo de una patada a tocar pared; si esto ocurría, habías hecho mala y tenías que esperar a que el resto de la chiquillería la fallara también. El cisco que armábamos era cojonudo. Imagínese usted, amable lector, a un batallón de mozalbetes asilvestrados chillando y jurando en arameo -nadie se quería salir el primero-, y todo ello multiplicado por diez, porque el refectorio tenía eco. Yo mismo, al escribir esto, no puedo entender cómo nos lo podían consentir los frailes, teniéndolos justo encima de nosotros. Quizá sea así como se gana uno el cielo.
Dura, madura, ponte dura.
Por aquellos años en nuestra ciudad, había obras por doquier, y, consiguientemente, montones de arena en los que toda la chiquillería pasábamos horas jugando, entre otras cosas, al “dura, madura, ponte dura”, que consistía en coger un montón de arena cada uno y, tras hacer con él una montaña grande, comenzar a darle golpes con las palmas de las manos hasta dejarla consistente y dura, cantando sin cesar el título del juego. Los más cabrones, entre los que me incluyo -para que vean ustedes que soy imparcial en mis relatos-, antes de que llegaran los demás hacíamos hoyos profundos en el montón de arena y, tras llenarlos de agua, los tapábamos cuidadosamente con tiras de chapa que tiraban las carpinterías y papel de los sacos de cemento o de embalar, echándoles una capa fina de arena que lo cubriera todo para que no se notara la trampa que les habíamos preparado -rima mucho mejor “ao”, ¿verdad?-, y cuando llegaban los pobres infelices presumiendo de ser los primeros en conquistar la montaña de arena, caían en la trampa poniéndose como un cristo, y nosotros, mientras ellos nos mentaban a todos nuestros familiares, nos descojonábamos de risa tumbados en el suelo.