Aunque ahora mismo no
se acuerde de ello ni San Pedro, hubo un tiempo en el que los sanjuanes fueron
muy conflictivos porque, además de existir en las “Vueltas” lo que la gente
mayor calificaba de gamberros, carecíamos de la circunvalación que actualmente
tenemos, y el tráfico rodado tenía que permanecer parado en el Arrabal de la
Estrella y en la calle San Fernando, hasta que cruzara el Puente de Piedra
bailando el último sanjuanero. En aras de solucionar estos insufribles
problemas, el Alcalde de turno tuvo la feliz idea de enviar a las Vueltas a los
municipales -antes conocidos como serenos-, para que, al intimidar con su
presencia a los gamberros, se dieran bien las Vueltas en el Paseo, y
agilizaran, empujándoles hasta quedar sin resuello, el paso del Puente de
Piedra de los bulliciosos y exaltados sanjuaneros. Hasta aquí, todo parece,
además de acertado, correcto. Pero vino a resultar -nadie cayó en ello- que
entre los serenos se hallaba el más entusiasta sanjuanero, por lo que, a la
primera de cambio, Benedicto Hervías “Morgón”, harto ya de dar brinquitos
escondido tras un platanero, se metió en todo el mogollón a dar las vueltas
alrededor del viejo quiosco, con el flamante uniforme de guardia recién puesto.
Y no se conformó el insurrecto con dar un par de vueltas para matar el
gusanillo, no; las dio todas enteritas y, no conforme con ello, sin dejar de
bailar con el uniforme nuevo, bajó el Paseo, cruzó el Puente de Piedra,
atravesó la Calle Mayor, dio las vueltas en la Plaza de España, y fue a las
cinco de la tarde, en lugar de a las dos, al puesto de guardia a hacer el
relevo. Enterada la máxima autoridad de semejante suceso, hizo llamar al
indisciplinado sereno y, tras adelantarle que por lo que había hecho se le iba
a caer el pelo, le preguntó en qué pensaba cuando se mezcló entre la muchedumbre
estando de servicio con el flamante uniforme de guardia municipal puesto. A lo
que Benedicto Hervías “Morgón”, con mucha educación y respeto, contestó que a
quién se le ocurre mandarle a él, sanjuanero mayor del reino, de servicio y con
uniforme nuevo, a que vigile cómo dan los demás las vueltas en el Paseo. Que no
se arrepentía de lo hecho y que, sin ningún género de dudas, aunque con ello se
jugara el puesto, cuantas veces lo mandaran, volvería a hacerlo. Como quiera
que, además de ver a “Morgón” en su contestación tan firme y resuelto, los
serenos lejos de intimidar exaltaban mucho más a los sanjuaneros, el Alcalde
tomó la sabia decisión de ponerle servicio a Benedicto todos los sanjuanes,
pero sin el uniforme, como sanjuanero, para que, además de hacer lo que de
todas las maneras iba a hacer, dar las vueltas, condujera a los sanjuaneros
durante el peregrinaje hacia la Plaza de España, con su infinito y contagioso
amor a estas benditas fiestas, a paso ligero. Y a partir de aquel año, y hasta
que se hizo la circunvalación, gracias al entusiasmo de este gran sanjuanero,
los najerinos la gozamos como enanos en San Juan, sin dar motivos de cabreo, ni
a alcaldes, ni a serenos, ni a viajantes, ni a camioneros.
domingo, 31 de mayo de 2020
Recuerdos de infancia.
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Eusebio Hervías del Campo
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sábado, 30 de mayo de 2020
Recuerdos de infancia.
Desde muy pequeñito,
siendo casi un niño, no sé si por instinto aventurero o por querer matar el
hambre, abandonaba yo mi hogar muy tempranito y me colaba por la abertura de
una de las onzas de chocolate que tenían antes las puertas de la calle, y me
metía en la cama de mi vecina Concha, que era mi segunda madre, a aprovecharme
del calorcito que había dejado en ella Modesto, su marido -que en gloria esté-,
a la espera de que me diera después, para desayunar, un gran tazón de leche. Cuando
arreglaron la puerta, medio en pelotas en la calle, me ponía a llamarla
lloriqueando, hasta que se levantaba de la cama y bajaba a por mí con una manta
para arroparme. Por la tarde, a la hora de merendar, pasaba donde mi otra
vecina y tercera madre, la Águeda -que en gloria esté también-, en busca de una
rebanada de pan rociada de vino y espolvoreada de azúcar que me sabía a gloria
bendita, y, después de zampármela en un abrir y cerrar de ojos, volvía a mi
casa a pedirle a mi primera madre, mi Celineta del alma, el gigantesco trozo de
pan con las dos onzas de chocolate que cada tarde me metía entre pecho y
espalda. Al anochecer, cuando oía ruido de pucheros y sartenes e intuía que la
Águeda iba a prepararles a los suyos las patatas fritas con huevos, mi cena
favorita, entraba sigilosamente en su casa y me escondía debajo de una cama
hasta que las patatas estuvieran servidas en los platos, para salir de mi
escondite veloz cual el rayo, y comenzar a zampármelas antes de que Demetrio,
Daniel, Vitín y la Toñi se sentaran a la
mesa a ver caer los huevos fritos sobre ellas. La Águeda, que de sobra conocía
mis mañas, ponía una ración más como el que no quiere la cosa, y dejaba que yo
me las comiera, cual si ella no se diera cuenta. Cuando me había puesto como el
Quico -si se descuidaban los dejaba a todos sin cena-, me besaba dulcemente y,
con una sincera, bendita y luminosa sonrisa, me enviaba a mi casa con mi
querida Celineta. Y así anduve durante años, de cama a cama y de jala a jala, y
duermo y jalo porque me toca, como los puentes del juego de la Oca, hasta que,
al trasladarnos mi familia y yo a otra casa, se acabaron para siempre los días
de pan con vino y azúcar, aunque no cesaron nunca, empero, los sentimientos de
sincero e infinito amor. Cuando Águeda y Concha se subieron con los suyos a
vivir al barrio de Wichita, y aparecía yo por allí repartiendo cartas, ambas se
deshacían en cumplidos conmigo, invitándome a desayunar mientras a escondidas
me metían algunas galletas, mantecados o magdalenas en el bolsillo. Ahora
mismo, después de tantos años, no sería capaz de pasar por ese barrio sin
entrar a mi querida Concha, y recordar cariñosamente a mi no menos querida
Águeda, que el Señor se llevó a los cielos, para que compartiera con Él su
celestial mesa.
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Eusebio Hervías del Campo
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viernes, 29 de mayo de 2020
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Recuerdos de infancia.
Cuando éramos aún muy
niños, soñábamos con ser mayores para poder entrar al cine a ver las películas
de 14, 16 y 18 años, que se nos antojaban maravillosas por el hecho de estar
prohibidas para nosotros, los enanos. Es increíble cómo desde pequeñitos
despreciamos el presente soñando con un futuro, inmediato o lejano, pasando a
ser simples espectadores, en lugar de protagonistas de nuestros actos.
Muchísimas de las cosas maravillosas que pudimos hacer y vivir en nuestra
infancia, pasaron por nuestras vidas de soslayo, por estar a todas las horas
del día anhelando algo que, además de no ser acorde a nuestra edad, a buen
seguro nos hubiera resultado extraño. Menos mal que, aunque puñetera y
traidora, la vida permite vivir de prestado, y gozas o vives ahora mismo, lo
que hiciste hace muchísimos años. ¡Algo es algo! Sea como fuere, y sin entrar
en profundidades, que no es a lo que en este artículo íbamos, la cuestión es
que por el hecho de prohibirnos algo -quizá de no haber existido aquello de los
rombos, jamás hubiéramos reparado en ello-, estábamos a todas las horas del día
pensando cómo haríamos para entrar a las
películas de catorce años. Y así surgía lo de ir a la taquilla con zancos -los
botes de conserva con cuerdas, de los que ya les he hablado-; el ponernos uno
encima del otro tapados con un abrigo; el ligarnos a los porteros poniendo
carita de pena para que disimularan cuando entrábamos; el encargarle a una
persona mayor que te sacara la entrada y te agarrara al entrar cual si fueras
algún allegado; el auparnos, el colarnos… Todo menos jugar, que es a lo que a
esa edad estábamos llamados. Cuando todo lo que habíamos maquinado resultaba
vano, visiblemente rendidos y desolados, pegábamos nuestras inocentes caritas
en los cristales de las puertas de la calle e intentábamos de cuando en cuando
-sobre todo cuando alguien abría las puertas del cine para salir a comprar o a
mear- ver entre las corinas algún cuadro. ¡Qué inocentes éramos! Y así
anduvimos hasta que… ¡por fin!... llegamos a los ansiados catorce años y
pudimos entrar al cine como unos hombrecitos a comprobar que nada habíamos
ganado; que no había valido la pena el desperdiciar tantas y tantas horas de
juego y diversión durante tantos años. Y lo peor de todo, es que no aprendimos
la lección, pues cuando tuvimos catorce, soñábamos con tener dieciséis, y
cuando tuvimos los dieciséis, anhelábamos tener dieciocho, y cuando también los
tuvimos, quisimos tener veintiuno, que era la edad legal de ser mayor…, y la de
ir a cumplir con la Patria, dándole otros dos hermosos y caros años, jugando a
ser un buen soldado. Menos mal que estos torpes empeños ocuparon muy poco
espacio en el inconmensurable cielo de nuestros impolutos sueños, y, en el
cómputo total, apenas interrumpieron un instante nuestras diversiones y
nuestros juegos, gracias a lo cual, ustedes leyendo y yo escribiendo,
recordamos aquellos maravillosos días en los que, casi sin interrupción,
jugábamos al “Piso, piso, tón”; al “Raspe”; al “En ti quedé”; al “Pelotazo”; al
“Cero”; al “Hinque”; al “Escondite”; al “Un, dos, tres, te veo” y a tantos y
tantos juegos que nos hicieron ser niños afortunados, entonces, y ahora hombres
buenos.
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jueves, 28 de mayo de 2020
Recuerdos de infancia.
Esta típica y atrayente
estampa najerina se repetía cada verano en nuestras calles y portales, cuando
las señoras Pili, Gregoria y Julia vareaban la lana de los colchones de
nuestras casas, para devolverles la dignidad perdida en todo un año de penurias
y calamidades. Estas esforzadas mujeres, después de llegar a un acuerdo
económico con nuestras madres -me consta que bastante paupérrimo, para la labor
que realizaban-, descosían las fundas de los colchones, sacaban de ellas la
lana y la extendían en el suelo para golpearla una y otra vez con sus varas -no
recuerdo con exactitud si eran de avellano o de mimbre-, a la vez que la
lanzaban por los aires, para darle la vuelta antes de que cayera al suelo y no
golpear sobre la misma repetidamente, hasta dejarla suelta, ligera y muelle como
el mismísimo aire. El sonido que las varas de estas artesanas emitían cuando
golpeaban con furia la lana, causaba tal arrobamiento en nosotros, que éramos
incapaces de irnos de donde estaban -yo seguía casi siempre a la señora Julia,
por ser vecina y amiga-, hasta que no terminaban de darle. Cuando el colchón
que iba a ser vareado era el tuyo, te quedabas a contemplar toda la operación,
en el portal o en la calle, y veías como después de haber quedado la lana
limpia, oxigenada y suave, volvían a meterla en la funda bien repartidita y,
sentándose en el suelo con las piernas estiradas, canturreando, cosían la
funda, colocaban los hiladillos y dejaban el colchón de nuevo listo para el
combate. Esta operación había que repetirla cada año porque, meadas aparte,
entonces los inviernos eran muy severos -descubrías la cama por la noche y
estaban las sábanas mojadas de la humedad-, y en todas las casas era menester
poner a diario sobre los colchones, caloríferos, bolsas o botellas de agua
caliente y braseros antes de acostarte.
De
heridas y cicatrices.
Como les anuncié en un
artículo anterior -lo prometido es deuda-, les hablaré en esta ocasión de cómo
explotábamos cualquier suceso -sobre todo en la escuela- para matar el hambre
cuando éramos niños. El que te ocurriera algún percance en época escolar, solía
convertirse en el acto en un auténtico chollo. Enseñar una herida o una
cicatriz -esto último era ya el súmmum- podía reportarte suculentos bocadillos
y deliciosos bollos. Esto ocurría durante el recreo y, aunque pueda parecer
mentira, lo mismo lo practicábamos los chicos que las chicas. Cuando alguien
aparecía por la escuela -igual daba el sexo- con algún parche, alguna gasa,
algún esparadrapo o algún miembro vendado o escayolado, se convertía súbitamente
en una auténtica atracción para nosotros, y todos contábamos con ansiedad los
minutos que quedaban para salir al recreo -esto sería imaginario, digo yo,
porque ninguno de nosotros tenía reloj- deseosos de que nos enseñara la herida
o cicatriz -imagínense el cuadro, sobre todo si era chica: “¡Enséñamela; venga,
mujer, enséñamela! ¡Te doy lo que quieras si me la enseñas!”- mediante un
razonable precio. Tal era el hambre, y tal era el morbo. Y ya que estamos en la
escuela, les diré, sin que salga de nosotros, que cuando estábamos en clase nos
teñíamos los chicles de colores con las minas
de las pinturas Alpino, y cuando salíamos al recreo, nos fumábamos las
hojas que se caían de los castaños de Indias en otoño, liadas en garabateadas
hojas de cuaderno, dejándonos hecho cisco el cuerpo.
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miércoles, 27 de mayo de 2020
Recuerdos de infancia.
Afiladores,
estañadores y paragüeros.
En aquellos años era
frecuentísimo encontrarte por las calles najerinas a los afiladores y a los
estañadores y paragüeros, reclamando nuestra atención para que, por un módico
precio, dejaran nuestros utensilios como nuevos. Los afiladores, venidos de
tierras gallegas, si mal no recuerdo, iban con su bicicleta en una mano y un
curioso silbato en la otra, que hacían sonar casi ininterrumpidamente de un
modo tan peculiar, que era imposible confundirlos, para que nuestras madres les
bajaran a afilar las desgastadas tijeras y los castigados cuchillos. Cuando
esto ocurría, el afilador colocaba la estructura metálica -parecida a una gran
parrilla de bici- bajo la rueda trasera de su bicicleta, para que esta quedara
en el aire, y colocaba una polea que iba desde la rueda hasta la piedra de
afilar, que estaba situada en el manillar, y comenzaba a pedalear sin parar
mientras pasaba por la piedra el cuchillo o la tijera, despidiendo infinidad de
aquellas chispas que tanto alborozo causaban en nosotros. Mientras
desarrollaban esta labor, siempre silbaban alguna canción, meneándose la gorra
de arriba debajo de cuando en cuando, hasta acabar la operación. Después de
haber recorrido todas las callejuelas de la ciudad ofreciendo sus servicios a
nuestras madres, se encaminaban hacia las carnicerías y pescaderías que había
en la Calle Mayor, con la esperanza de que los cuchillos de grandes dimensiones
y los machetes que utilizaban en estos negocios para descuartizar carnes y
pescados, les proporcionaran una ganancia mayor. Aunque en Nájera teníamos al
señor “Perrella” -perdonen que no recuerde su nombre- para estañar nuestras
cazuelas y pucheros, era muy frecuente ver por nuestras calles a los típicos
estañadores -quinquis o mercheros, como ustedes quieran-, que nos ofrecían
arreglar por cuatro reales cazuelas, pucheros, paraguas, jergones y todo
aquello que tuviéramos roto. Venían siempre en familia y cuando alguna de
nuestras madres requería sus servicios, se sentaban informalmente en el suelo
y, tras desplegar por doquier todo el instrumental, se ponían a estañar o
colocar barillas sin desmayo, hasta dejar aquello que les había sido confiado
como nuevo. Después, como nómadas que eran, desaparecían de nuestra ciudad sin
que nos diéramos cuenta, y se dedicaban a recorrer los pueblos ofreciendo sus
servicios, con la única pretensión de ganarse cada día el sustento. Y hablando
de cazuelas y pucheros, he de decirles también que, sobre todo en verano, para
librarnos de la obligada y fastidiosa siesta y poder quedarnos toda la tarde en
nuestro bienamado Najerilla, nos ofrecíamos voluntarios a diario para ir a
arenarlos en sus límpidas aguas, con aquella mezcla de arena y cascajo menudo
que hacía de estropajo.
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martes, 26 de mayo de 2020
Conato de incendio en el Parque Natural.
La noche del pasado
domingo hubo un conato de incendio en el Parque Natural del Najerilla, que no
pasó de eso, gracias al aviso de dos najerinos. Ya han intentado quemarlo dos
veces en lo que va de año. El día que el -o los- pirómano lo consiga, se va a
quemar del todo, merced al deplorable estado de abandono al que el Ayuntamiento lo tiene condenado.
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Eusebio Hervías del Campo
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Recuerdos de infancia.
Cuando las inclemencias
del tiempo nos obligaban a quedarnos dentro del colegio durante el recreo,
nuestro juego favorito era el de la “ía de correr atados” en el pasillo y en
los retretes. Aquello era la leche. Comenzábamos, como siempre, donando, y al
que le tocaba la aceituna -ya he explicado esto en algún otro artículo-, la
quedaba, y tenía que dedicarse a ir cogiéndonos a todos los demás -jugábamos
por lo menos cuarenta-, de uno en uno, hasta que no quedara libre ninguno. A
medida que iba cogiéndonos, nos íbamos atando, entrelazando nuestras inocentes
manos, haciendo así que cada captura dificultara mucho más nuestros
movimientos. En el pasillo nos venía bien el estar muchos, por aquello de que
lo ocupábamos entero, pero cuando alguno de nosotros conseguía subirse encima
de los marcos de las puertas de los retretes, la cosa se ponía más peliaguda,
porque era imposible maniobrar con agilidad entre ellos, yendo atados veinte o
treinta chicos. Esto era posible -lo de corretear por los marcos- porque el
techo de la escuela era altísimo y los marcos de las puertas no medían más de
dos metros, lo que nos permitía desenvolvernos sobre ellos cual si estuviésemos
en el suelo. Para subirnos, teníamos que trepar por cualquiera de los tabiques
que los dividía, después de habernos lanzado sobre él desde el retrete -imagínense
ustedes cómo seríamos de enanos, y cómo dejábamos las paredes con las suelas de
nuestros zapatos-. Además de esta defensa natural, yo practicaba un buen truco
para que no me pillaran, que consistía en colgarme, por la parte de afuera, en
la ventana que había en el centro del habitáculo para ventilar e iluminar los
retretes. La algazara que se preparaba en este juego era tal, que para
explicarla no encuentro palabras. Pero sí las hallo, empero, para decirles que
gracias a ella, nos ganábamos algún tortazo cuando pillábamos cabreado a algún
maestro. Gracias a lo cual, ahora que no nos oye nadie, les diré que cuando
fuimos un poquito más mozos, en no pocas ocasiones, les pusimos botes con agua
sobre las puertas entreabiertas de sus retretes, para vengarnos de ellos.
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Eusebio Hervías del Campo
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lunes, 25 de mayo de 2020
¡Que no la talen!
Hace días que se
desgajó la rama de una de las mimbreras autóctonas que hay en la margen
izquierda del río Najerilla, en uno de los parajes más hermosos de Nájera.
Desconozco si el Ayuntamiento es conocedor de este triste hecho o no -aún sigue
la rama unida al tronco, descansando sobre el yerbín de la ribera-, pero desde aquí le pido
que no la talen entera. Que separen la rama; curen y sellen el tronco, y
conserven en buen estado esta preciosa y señera mimbrera.
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Eusebio Hervías del Campo
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Recuerdos de infancia.
De
hurtos y penitencias.
En aquellos tiempos,
por más que algunos se empecinen en negarlo, los niños teníamos que buscarnos
la vida como podíamos, porque salvo de lo imprescindible -desayuno, comida,
merienda y cena-, carecíamos de todo menos de las lógicas y naturales ganas de
poseer todo aquello que para desarrollarnos como personitas normales
necesitábamos. Las cuadrillas que yo frecuentaba entonces, cuando los días de
labor teníamos tres o cuatro pesetas, íbamos a las tiendas menos peligrosas,
donde sus dueños eran muy mayores o descuidados y, tras analizar dónde tenían
algo barato -los chicles, por ejemplo- y alejado del mostrador, se lo pedíamos
y mientras ponía la silla para subirse a dárnoslo, o entraba a la trastienda a
por ello, o se agachaba a la cristalera del suelo a cogerlo -nosotros ya lo
teníamos todo controlado-, le mangábamos lo primero que pillábamos para ir
después a merendárnoslo. Y así te juntabas con un bote de mayonesa, una lata de
sardinas, algún soldado -a mí nunca me gustaron-, cuando había suerte una
tableta de chocolate, algunas frutas… y sin pan ni nada, te lo comías todo
mezclado en algún portal o en cualquier descampado. Los domingos y festivos,
aprovechando el follón que se preparaba en las librerías por la mañanita,
cuando íbamos todos en tropel a gastarnos la paga en cromos para las dos o tres
colecciones que a la vez hacíamos, aprovechábamos a mangar tarjetas a punta
pala a pesar de que nunca jamás escribíamos nada en ellas ni a nadie se las
enviábamos. Cuando se aproximaban las fiestas de San Juan, eran los estancos -que
vendían lapiceros y bolígrafos- lo que visitábamos y, al igual que en los
establecimientos anteriormente citados, entre el desconcierto que preparábamos,
siempre mangábamos algún paquete de tabaco rubio -cualquiera cogía un celtas
corto o un ducados- para que cuando llegara el día señalado tuviéramos
cigarrillos para fumar hasta caernos redondos al suelo mareados. Lo malo de
todo esto es que luego teníamos que vérnoslas con los curas en los
confesionarios para contarles todos nuestros hurtos, considerados por nuestra
realidad como necesidades y por su doctrina como pecados, y los cabritos de
ellos no se conformaban con mandarte como penitencia tres padrenuestros y tres
avemarías, sino que te exhortaban -te obligaban, sería lo correcto decir-,
¡casi nada lo del ojo!, a que devolvieras lo robado. Según sus demandas, para
lograr la absolución tenías que ir a la librería del señor Antonio Izquierdo o
a la del señor Faustino Gascón -Dios los tenga en la gloria a los dos- y
decirles, tras darles amablemente los buenos días: “Mire usted, señor
Izquierdo, o señor Gascón, que el pasado domingo le mangué dos tarjetas cuando
vine a dejarle la paga de toda la semana en dos segundos comprando cromos, y
vengo a devolvérselas como prueba de mi arrepentimiento y de mi oprobio”. No me
negarán ustedes, amables lectores, que esta penitencia era muy peliaguda de
cumplir: llegar a un establecimiento y, sin cortarte un pelo, decirle al dueño
que el niño al que tenía por un buen cliente es en realidad un vulgar ladrón.
¡Cara absolución! Así que ninguno de nosotros cumplíamos las penitencias y, sin
reparar siquiera en si estábamos absueltos o no, seguíamos buscándonos la vida
viéndonoslas cada semana con los tenderos y con el confesor.
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domingo, 24 de mayo de 2020
La columna de humo ha sido vista desde Nájera.
A las 14’30 horas,
aproximadamente, todos los que nos hallábamos en las riberas del río Najerilla
nos hemos sobresaltado al observar una gran columna de humo negro, que parecía
proceder del mismo municipio. Sin embargo, dicho humo procedía del incendio en
el patio trasero de un inmueble de Uruñuela. Al lugar de los hechos, después de
que varios particulares dieran aviso al SOS Rioja 112, acudieron los Bomberos
del CEIS Rioja, la Guardia Civil y una Ambulancia en preventivo del Servicio
Riojano de Salud. El incendio ha afectado a maquinaria agrícola estacionada en
dicho patio, remolques, herramientas de trabajo agrícola así como a dos
depósitos de gasoil, estando afectados todos estos objetos. También se ha visto
afectada la techumbre de la parte cubierta de este patio, así como dos muros de
hormigón y algunas estructuras del inmueble. Tanto la vivienda de este inmueble
como otros inmuebles aledaños han sido salvados por los bomberos del CEIS Rioja
sin registrar daño alguno. Afortunadamente no ha habido heridos.
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Eusebio Hervías del Campo
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La hostelería najerina en pie de guerra.
A primera hora de esta
tarde, el sector de la hostelería najerina ha vuelto
a concentrarse en el yerbín de la extinta Falange para demandar retomar las
negociaciones sobre las soluciones ofrecidas por el Ayuntamiento de Nájera, por
considerar que las propuestas de la anterior reunión son insuficientes. Según
ha declarado el dueño del Cultubar, la principal reivindicación de este sector
es la exoneración del pago de las tasas de basuras y terrazas, durante este año
2020, por entender que es de justicia. Después de la concentración, les han
dedicado un estruendoso y prolongado aplauso a todos los que nos han ayudado a salir
de esta terrible situación que estamos viviendo, y, a continuación, han
guardado un larguísimo, respetuoso y conmovedor silencio por todas las familias
que durante esta pandemia han perdido a sus seres queridos sin poder
acompañarlos.
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Eusebio Hervías del Campo
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Recuerdos de infancia.
Como, a pesar de que
los Reyes Magos se equivocaban siempre y te traían material escolar en lugar de
juguetes, tenías que buscarte la vida para tener durante todo el curso el
estuche repleto de pinturas con las que colorear los rótulos que a diario
hacíamos, y las portadas de los tebeos del Jabato y del Capitán Trueno -arte
que dominaba a la perfección Matías Villar- que calcábamos cuando nos
aburríamos, no se nos ocurrió mejor cosa que montar tómbolas en la escuela, en
las que rifábamos elefantes, cebras, jirafas, indios, soldados y caballos. Para
participar en ellas tenías que comprar los boletos que previamente habíamos
preparado -uno con “vale por un indio”, y cien con “repita la suerte”-,
pagándolos con especies, según el valor que tuviera lo rifado. Por ejemplo, si
rifabas una pijadilla, dabas un boleto por cada pintura o lapicero medio
gastados. Si por el contrario lo que estaba en juego era un Gran Jefe Apache,
montado a caballo, cada boleto valía tres o cuatro pinturas nuevas; dos
sacapuntas, dos gomas de borrar…, y, aunque pueda parecerles extraño, era tal
la participación que yo, por ejemplo, tuve siempre los estuches repletos de
pinturas, a pesar de estar a todas las horas pintando. Esto, leído así, en
frío, puede parecer un chollo, pero no todo eran ganancias en la época de la
que hablamos, porque hacíamos cosas que eran como para matarnos. Recuerdo que
una vez que había pedido para Reyes un traje romano, me trajeron una estupenda
cartera de cuero, hecha a mano, con material suficiente para todo un año, y el
primer día de escuela, al cruzar el Puente de Piedra mis hermanas y yo
-vivíamos en la calle Cuatro Cantones y no había puentes de tabla-, se me cayó
al río al ir a asomarnos a la barandilla para contemplar la gran crecida que
estaba bajando. Y recuerdo también que algún lío hubo con esto, porque mi
bienamada madre siempre me dijo que yo la tiré adrede para ver si flotaba cual
si fuera un barco. Y digo yo, después de tantísimos años, que a lo peor llevaba
razón y lo hice para vengarme de los Reyes Magos… Lo mismo o muy parecido a
esto me ocurrió otro año con unos zapatos nuevos -también de los Reyes Magos-,
que por querer tocar el agua -qué iluso- con ellos desde el puente, se marchó
uno de ellos hasta Zaragoza flotando. O sea que, como pueden ustedes ver,
amados lectores, no todo era un chollo
en aquellos maravillosos años, como con sólo dos ejemplos ha quedado fielmente
demostrado.
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Eusebio Hervías del Campo
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sábado, 23 de mayo de 2020
Incompetencia total.
Si los componentes del
Equipo de Gobierno del Ayuntamiento de Nájera no han sido capaces de restaurar
en cuatro meses el indicador del “Álamo de las tres guías” del Paseo de San
Julián, ¿cómo van a ser capaces de llegar a ningún acuerdo con cualesquier
sector najerino, ya sea hostelero, comercial o industrial?
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Eusebio Hervías del Campo
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Recuerdos de infancia.
San
Crispín.
El 25 de Octubre, como
mandaba la tradición, los najerinos celebrábamos cada año la festividad de San
Crispín, patrón de los zapateros, y todos los niños andábamos como locos
recorriéndonos las calles de la ciudad intentando mangar leña para hacer una gran
fogata al atardecer en la que asar, una vez extinguidas sus terribles
llamaradas, las patatas -robadas también- y zampárnoslas para cenar. El peregrinaje era interminable y agotador,
porque casi todos los mayores honraban también al patrón comiendo patatas
asadas, y la leña, a pesar de ser Nájera una ciudad repleta de carpinterías y
serrerías, escaseaba, sobre todo la descuidada, la que podíamos mangar sin
dificultad. Lo de las patatas era diferente: cuatro de acá, cuatro de allá y
cuatro de acullá, enseguida nos hacíamos con un montón de ellas para comer
hasta reventar. Como las fogatas,
lumbres u hogueras, como a ustedes les guste más, se hacían en cualquier lugar
-en aquellos años, además de haber muchos descampados en nuestra ciudad, las
calles y plazas eran casi todas de tierra y cascajo apisonado-, al atardecer,
la ciudad entera ardía como la Roma que Nerón mandó quemar. Cuando se había
quemado la leña, esparcíamos la montaña de ascuas con unos palos largos,
dejando una buena capa de ellas sobre el suelo, y poníamos en el centro las
patatas, tapándolas a continuación bien tapaditas con las ascuas que habíamos
esparcido, para que se asaran por todas las partes por igual. A la hora de comérnoslas, por aquello de que
entonces sólo había de tramo en tramo de cada calle y cada plaza una humilde
bombilla, colgada del centro de un alambre torpemente cruzado de fachada a
fachada -esto si no estabas en un descampado-, y no se veía ni a jurar, las más
de las veces nos las comíamos totalmente abrasadas, llevándonos a la boca más
carbón que patata; pero eso nos daba igual, la cuestión era vivir la aventura
de la hoguera, las patatas y la sal -siempre había algún artista que presumía
de saber hacer lumbre y después de intentarlo cuarenta veces, lo teníamos que
despachar-, y el estar un montón de niños de noche ciega cenando y charlando en
hermandad. Y lo que son las cosas, queridos lectores, por más que nuestros
padres siempre nos decían que si andábamos con fuego nos mearíamos en la cama,
ninguno de nosotros amanecía mojado a la mañana siguiente de San Crispín. Baste
decir, para finalizar, que además de las cantidades ingentes de fogatas que
diseminadas había por toda la ciudad, en casi todas las casas, bien fuera en el
horno o en la chapa de la cocina, nuestras madres y abuelas, para honrar a San
Crispín, asaban también patatas para cenar.
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Eusebio Hervías del Campo
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viernes, 22 de mayo de 2020
Recuerdos de infancia.
Unos meses antes, recién
comenzado el verano, todos los niños de Nájera nos dirigíamos al descampado que
había en el aparcamiento de San Fernando, donde hoy está la Estación de
Autobuses, a montarnos en los camiones que los conductores, para honrar a San
Cristóbal, su Patrón, habían engalanado con docenas de ramilletes de flores de
diversas especies. Había también un montón de coches, igualmente engalanados,
pero esos no nos llamaban tanto la atención. Esto era una aventura increíble
para nosotros, y no sólo por aquello de poder montarnos en un camión -un sueño
totalmente inalcanzable fuera de esta celebración-, sino porque salíamos de lo
que considerábamos pueblo, y lo hacíamos además, cual si fuera la mejor y más
cara excursión. A pesar de que había muchos, como ha quedado dicho
anteriormente, todos nosotros nos poníamos morados a golpes a la hora de
elegir, por querer “pillar” el mismo del año anterior, porque a fuerza de
montarte en unos y en otros, ya sabías el recorrido de cada uno de ellos, y
elegías el que lo hacía más largo. Yo siempre me montaba en el de Cerámicas
Cordón, que tenía la fábrica en el quinto pino -era la Tejera actual- y le
costaba llegar un montón. Sin terminar de darles Don Manuel la bendición con el
agua bendita, nos subíamos a todo meter en el que habíamos elegido y, sin
esperar siquiera a sentarnos, nos poníamos a cantar a porfía aquello de: “Para
ser conductor de primera/, de primera/, de primera/, para ser conductor de
primera/, hace falta ser buen bebedor/. Con el vino se engrasan las ruedas/, ay
las ruedas/, ay las ruedas/, con el vino se engrasan las ruedas/ y se suben las
cuestas mejor…”, hasta que acaba la excursión. Cuando regresábamos donde habían
estado aparcados, ninguno de nosotros se quería bajar del camión, porque todos
sabíamos de sobra, que hasta el año siguiente se había acabado la función.
Actualmente, para alborozo mío, mi quinto y amigo Félix García y sus hermanos,
aunque en modo alguno como entonces, han revivido la tradición.
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Eusebio Hervías del Campo
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jueves, 21 de mayo de 2020
Trampa mortal
Tal y como vengo
advirtiendo desde hace días, hace más de medio año que existe una trampa mortal
-pongo mortal, porque realmente lo es- en la carretera, si así se le puede
llamar, que cientos de coches utilizan diariamente para ir y venir al Polígono
Industrial, y para venir de Logroño a
Nájera a trabajar e irse de Nájera a Logroño a descansar, en el túnel de la
antigua circunvalación, muy utilizada para pasear. Se trata de una arqueta de
metro y medio de profundidad, aproximadamente, a ras de suelo, en el canal de
riego de la mano derecha, saliendo de Nájera, que, aunque tiene un cono pequeño
como señal de peligro, ahora mismo no sirve de nada. Desde que comenzó el
desconfinamiento, centenares de najerinos salen a pasear por el camino de las
huertas, y vuelven por el camino del Polígono industrial. Cuando llegan allí,
si sube o baja un coche, se tienen que orillar, y a esas horas: las nueve y
media, diez, diez y media de la noche, no se ve ni a jurar, y pueden caer en
ella, rompiéndose, en el mejor de los casos, una pierna o la columna vertebral.
Desconozco de quién es la responsabilidad de cubrirla con una chapa de hierro
o, en su defecto, señalizarla de forma más visible y segura, mas si yo fuera
del Equipo de Gobierno del Ayuntamiento de Nájera, esta trampa mortal estaría eliminada
hace tiempo ya, sin lugar a dudas.
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Eusebio Hervías del Campo
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Recuerdos de infancia.
Ir
andando a las fiestas de los pueblos.
Esta hermosa costumbre
era seguida por toda la chiquillería de Nájera, que desde primeras horas de la
tarde, comenzaba a desfilar por la carretera camino del pueblo que se
encontrara en fiestas. A juzgar por las distancias de los demás, es de suponer
que solamente íbamos a Tricio, Huércanos y Uruñuela, muy cercanos los tres a
nuestra ciudad. Por increíble que pueda parecer, la juerga en sí era lo que
menos nos importaba; de hecho, para cuando ésta empezaba, nosotros ya estábamos
metiditos en la cama. Lo que de verdad nos movía a ir andando a las fiestas de
los pueblos, era el ir echándole el ojo a los frutales que por el camino nos
íbamos encontrando -empleábamos horas en ello-, para “visitarlos” a la vuelta,
y el ir preparando el plan con la chica que te hacía tilín, para que, al amparo
de la noche, te lanzaras en busca de un beso robado, mientras le ofrecías los
mejores frutos de la huerta; aunque a la hora de la verdad -esto era así-, de
no haber sido por ellas -eran más valientes que el Cid-, la mitad de las veces
nos habríamos quedado sin probar las excelsas fresas, ciruelas, manzanas y
peras. No obstante y aún así, reconociendo públicamente que éstos eran los
verdaderos motivos de nuestras largas caminatas, lo cierto es que cuando
llegábamos a la verbena del pueblo, unas tres horas después de haber salido de
casa, a pesar de haber sólo dos kilómetros de distancia, nos liábamos a bailar
suelto como locos, mientras los mayores departían ruidosamente sentados en las
terrazas. Era increíble el cisco que preparábamos ensayando los pasos de moda,
aunque la música que interpretara la orquesta no pegara con ellos ni con cola.
Y cuando comenzaba el popurrí final, hacíamos un corro tan grande, que éramos la
admiración de la plaza. Luego, como ya ha quedado dicho, de regreso a casa,
íbamos desfilando todos en cuadrillas por la carretera, dispuestos a asaltar
las huertas y compartir sus mejores frutos con la chica que furtivamente
llevabas agarrada. Conviene aclarar sin más tardanza, que nuestros padres nos
consentían esta práctica -la de ir andando a los pueblos, ¡ojo!-, porque en
aquellos maravillosos años, por nuestras carreteras apenas circulaba algún
seiscientos o alguna cabra. Curiosamente, cuando crecimos un poquito y nos
convertimos en hombrecitos de pelo en pecho -¡ya será menos, chaval!-, no
fuimos capaces de ir nunca más chicos y chicas de Nájera juntos a los pueblos a
bailar. El que ellas y nosotros saliéramos con chicos y chicas de otros pueblos
se convirtió en algo habitual.
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miércoles, 20 de mayo de 2020
Recuerdos de infancia.
Mucho antes de que el
señor Quico diera los tres golpes de bombo, “pom, pom, pom”…, nosotros ya
estábamos alborotados esperando el comienzo de nuestras soñadas “Vueltas”. La
mayoría habíamos estado almorzando en el cascajo con nuestros padres -antes
tenían esa buena costumbre-, y el ansia de bailar al son de la “morena y la
rubia, hijas del pueblo de Madrid”, alrededor del viejo quiosco, hacía que se
nos antojara larguísima la espera. Cuando ya estábamos hechos cisco de tanto
correr y empujarnos unos a otros, comenzaban las Vueltas y, con ellas, nuestra
particular hazaña: conseguir darlas enteras y llegar después sanos y salvos
hasta la Plaza de España. Era en el peregrinar hacia dicha plaza donde nosotros
adquiríamos todo el protagonismo. Nos agarrábamos todos de las manos y
formábamos grandes corros que se estiraban y encogían al compás de nuestras
coplillas, ajenos a la gente y a los músicos. No oíamos la música -ni puñetera
falta que nos hacía-, pero no nos importaba porque nuestra ilusión no era
retrasar la llegada a la plaza, sino adelantarla, y les sacábamos grandes
distancias a los sufridos músicos, que se las tenían que ver con los mayores,
mientras cantábamos sin cesar el “Caracolero de Tricio”, “Has de bailar, que te
tengo dar perucos”, “En el corral de Tivo ha caído un aeroplano”, “Ha venido un
carro lleno de tijeras”, “Nos han obligado a cambiar de herrero”, “Ay,
Viriato”, “El aldeano tiró la piedra”, “Beber, beber, beber es un gran placer”,
“Ay, Manolé”, “Si no tienes un duro no te hace caso nadie”, “El 24 de Junio”,
“Ojalá te emborracharas, Manuel”, “Ya llegó el verano, ya llegó la fruta”, “Severín
Severín”, “Si te pega tu marido”, “Qué chispa tienes, Calatayud”…, y un
larguísimo rosario de canciones que conformaban el riquísimo y olvidado
folclore sanjuanero. Cuando los mayores
no habían llegado aún al Puente de Piedra, nosotros ya estábamos
sentados en el suelo de la Plaza de España, esperando ufanos la llegada de los
torpes, de los retrasados. ¡Habíamos conseguido llegar, y además les habíamos
ganado! Cuando asomaban por el antiguo Bar Hispano, aplaudíamos -los niños de
entonces éramos solidarios y animábamos a los perdedores- y nos poníamos
rápidamente de pie para volver a dar las “Vueltas” y marchar a todo meter a
casa a comer, para preparar los botes de fruta en conserva y las botellas de
limonada, naranjada y cola que nos servían de merienda en la Fuente de la
Estacada. Después de habernos puesto ciegos de melocotón y piña en almíbar y de
que los refrescos nos salieran por las orejas, nos dirigíamos a la Plaza de
España a seguir la juerga, mientras los mayores comenzaban a ubicarse en las
frondosas choperas para dar buena cuenta de las copiosas meriendas que
transportaban en grandes cestos cubiertos con mantelitos de cuadros, que hacían
que se nos fueran los ojos detrás de ellos, con una increíble envidia. Esta vez
nos tocaba cantar la de “Hemos perdido, pero nos hemos divertido”. Y, como si
tal cosa, proseguíamos nuestra sanísima
y personal juerga hasta que nuestros padres nos iban a buscar para llevarnos a
casa a descansar. Aunque las fiestas de San Juan siempre serán especiales y
nunca faltarán hermosas anécdotas que contar y añorar, quizá no estaría de más
el que lleváramos a nuestros hijos a almorzar y los soltáramos después en el
Paseo en busca del tristemente desaparecido folclore popular. ¡La fiesta seguro
que nos lo agradecería!
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martes, 19 de mayo de 2020
Recuerdos de infancia.
Cortar
el Muelo.
Cuando un domingo por
la mañana te levantabas a mear y, al darle al interruptor, no se encendía la
luz, gritabas emocionado: ¡Han cortado el Muelo! ¡A pescar se ha dicho! Y te
vestías a todo correr y, sin apenas desayunar, con las legañas en los ojos,
salías de casa cual caballo desbocado, bajando las escaleras de cuatro en
cuatro, con dirección al Muelo, a coger truchas, cangrejos, loinas y barbos.
Como era muy pequeño, te dirigías directamente al túnel que iba desde el camino
de las huertas -donde hoy está el Frontón- hasta la fábrica de Harinas Vázquez
y, provisto de un buen palo y de una linterna que alumbraba cuando quería, te
ponías a matar a palazos las loinas -allí no había otra cosa- que desesperada e
inútilmente trataban de salir del cauce hormigonado, casi seco, en busca de
abundantes y oxigenadas aguas, poniéndote como un cristo del líquido elemento
cada vez que lo golpeabas. Matar no matabas ninguna, pero acabar, acababas
desriñonado y empapado. Rendido ante la cruda evidencia, pero con más moral que
el Alcoyano, te dirigías risueño Muelo arriba a contemplar cómo pescaban los
mayores en sus corros preferidos. Cuando llegabas a la casa de Benjamín, donde
estaba la compuerta, sin poder vencer la tentación que el morbo te producía, te
metías totalmente a ciegas por debajo de las casas, como si con ello te
apoderaras de sus secretos más íntimos, hasta llegar al pilón de la Goíta,
donde los hermanos Morras y Piegot pescaban truchas hermosas en las coladeras
de los pilares de la fábrica de piensos de la Nedi Ochoa, mientras las ratas de
agua huían despavoridas por encima de sus cabezas, poniéndote a ti los pelos de
punta. Después de haberles visto coger una docena de ellas, subías a la soguería
a probar fortuna entre los pescadores de cangrejos, que elegían esa zona por
estar canalizada de forma natural, con canto rodado, lo que hacía que allí
criaran miles de cangrejas entre los huecos de las piedras, pero a lo más que
llegabas era a coger media docena de pequeñitos, de los que ellos no querían,
metiéndotelos en el bolsillito del pantalón corto, para que te dejaran en carne
viva las pantorrillas con sus pinzas. Sin saber cómo, aparecías en la fuente de
La Estacada, donde había un tramo truchero por excelencia, pero como allí
siempre se quedaba mucha agua, tus opciones eran nulas, por lo que, después de
ojearlo unos instantes, subías aguas arriba -lo de aguas arriba es un decir,
pues había tramos totalmente secos-, hasta llegar al Molino de San Julián,
donde los conocedores de ese tramo cogían truchas, cangrejos y anguilas. En una
ocasión, Caetano cogió una de más de cuatro kilos en el puente que cruza el
Paseo. A partir de ahí, de la Central de Tricio para arriba, eso ya era otra
historia, porque, aunque había muchísimas truchas, allí las cogían con
remangas, trasmallos y otros artilugios de pesca, restándole emoción a la cosa.
El Muelo se cortaba para limpiar su cauce de barro, berlañas, botes, latas,
botellas, cajas y toda suerte de utensilios caseros -parecía un bazar-, tarea
ésta que era llevada a cabo por los obreros de Vázquez y Ochoa, propietarios de
los molinos y de las centrales que se alimentaban de sus aguas. De ahí que no
se encendiera la bombilla cuando ibas a dar la luz. Cuando esto ocurría, todo
el pueblo acudía muy de mañana al Muelo a pescar, para llegar antes que ellos,
ya que, al igual que el caballo de Atila, por donde pasaba este batallón de
limpieza con sus hoces, rastrillos y moriscas, no quedaba nada con vida. Huelga
decir que era obligado meterse calzado, porque si no, la javetada era segura.
Después de comer, a eso de las cinco de la tarde, sentados temerariamente en
las barandillas del puente de la Goita, contemplábamos con obligada resignación
cómo las aguas turbias del Muelo iban creciendo aceleradamente, arrastrando con
ellas berlañas, botellas, hierbas y todo lo que tú habías visto, tocado y
pisado con gran alegría por la mañana. ¡Qué tristeza más honda te producía! No
obstante, enseguida te reponías pensando que cualquier domingo, cuando te
levantaras a mear y fueras a dar la luz, ésta no vendría.
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lunes, 18 de mayo de 2020
Recuerdos de infancia.
Hacer
picia.
Aunque para algunas
cosas no nos hacía falta la ayuda de nadie -sobre todo si se trataba de no
pegar golpe-, lo cierto es que fue con la llegada de los “fuleros” -Juan y
Pedro- y de “pezeta” -Juan-, que habían sido escolarizados en nuestro colegio
por haber venido sus familias a nuestra ciudad a trabajar en la “Helma”,
empresa dedicada a construir los canales del Najerilla y otras obras
importantes, cuando muchos de nosotros comenzamos a hacer pifia -faltar a
clase-, un día sí y otro también, en las soleadas y perfumadas tardes
primaverales. A estos entrañables y recordados compañeros venidos de Andalucía
-de ahí lo de fuleros y peseta-, no se les ponía nada por delante -eran más
valientes que el Cid-, y a los pocos días de llegar, ganada ya totalmente
nuestra amistad merced a su gracejo, comenzamos a planear lo que llevaríamos a
cabo más tarde. La cosa comenzó con aquello de: “A que no hay cojone…”, y como
cojones, con ese, sobraban, sin terminar la frase ya estábamos todos buscando
tréboles de cuatro hojas en la Fuente de la Estacada, para que nos dieran buena
suerte. Las actividades que llevábamos a cabo durante las horas de pifia
-también llamada “escapa”- dependían en gran medida de la bondad de las tardes:
si estaban fresquitas, nos íbamos por ahí, sin rumbo fijo, a recorrer las
huertas, las choperas, las alamedas y los arrabales. Si por el contrario hacía
calor, nuestro destino estaba claro: darnos largos y refrescantes baños en el
Pozo del Gobierno, en la Subida y la Bajada y en la Pirámide, disfrutando en
toda su plenitud de nuestro bienamado Najerilla, porque a esas horas y en esas
fechas por allí no había nadie. Cuando nos sacudíamos del cuerpo la galbana,
cosa que ocurría muy de tarde en tarde, nos íbamos al Castillo, a Malpica y a
la Calavera, a coger cazueletas -aunque ya no era temporada-, a jugar a los
indios, a jodernos los pantalones tirándonos de culo por los patinetes que
hacíamos con agua en las pendientes, o a montar en burro -de vez en cuando
había alguno por allí pastando- si teníamos suerte. Y así, holgazaneando y
retozando vivíamos unos cuantos de nosotros la primavera plácidamente; y entre
paseos, siestas, juegos y baños, íbamos aprendiendo triquiñuelas y maldades, y
desechando de nuestras ya despejadas mentes, creencias banales como la de que
toda mujer que llevaba una venda en el tobillo estaba con el mes de las flores.
Pero como todo lo hermoso es efímero, y la alegría dura muy poco en la casa del
pobre, el hacer pifia se nos acabó -hay amores que matan- por lo mucho que nos
quería el maestro, que, preocupado por nuestras continuadas ausencias, dio
cuenta de ellas a nuestros padres, quienes, además de darnos cuatro golpes bien
dados, terminaron de un plumazo -cintazo sería más correcto decir- con nuestras
soleadas y perfumadas tardes primaverales. Y ya que les he hablado a ustedes de
andaluces y de la “Helma”, creo de obligado cumplimiento decirles que muchas de
las familias que vinieron a trabajar aquí en aquel entonces, se quedaron a
vivir entre nosotros para siempre, a diferencia de lo que ocurriera años más
tarde con la “Coviles”. Aunque esa es otra historia y merece capítulo aparte.
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domingo, 17 de mayo de 2020
¡Y al fin voló!
Ayer por
la tarde, cuando dábamos el paseo de los confinados, nos encontramos en pleno
camino un Águila Harris maltrecha, que apenas podía caminar. Después de haber llamado
al 112, anduvo a trompicones hasta una viña cercana, donde reposó en una de las
cepas durante media hora aproximadamente. Y, unos minutos antes de que llegara
el Agente Forestal al que habían enviado a socorrerla, el Águila alzó el vuelo.
Se da la circunstancia de que a pesar de formar parte de la familia del busardo
o águila ratonera, es conocida popularmente como Halcón de Harris, uno de los
más utilizados en el deporte de la halconería, por lo que dedujimos que el
águila llevaba bastantes horas perdida, y al no haber recibido de su dueño el
alimento necesario, se quedó exhausta.
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Recuerdos de infancia.
Seme catama.
Un juego curiosísimo que nunca supe -ni ahora mismo lo sé- qué
significaba, era el “Seme catama”, que se jugaba con balones pequeños y pelotas
de goma -aquí usábamos mucho las que venían en las cajas de zapatos Gorila-, y
que consistía en botar el balón o la pelota y pasar la pierna sobre él o sobre
ella, a la voz de una, luego de dos y así hasta que hicieras mala. Ejemplo:
“Seme catama, una, de la pole, pole, una, osmán”… Y tenías que pasar la pierna,
haciendo verdaderos equilibrios, cuantas veces llevaras pasadas. A este juego
jugábamos chicos y chicas juntos y tenía muchos cantares -el “Seme catama”, era
sólo uno de ellos- que urge aclarar ahora mismo, eran cantados también en el
juego de la soga. Así, por ejemplo, de este juego era típico el de: “No hay en
España, leré -aquí pasabas la pierna-, puente colgante, leré -vuelta a pasar la
pierna-, más elegante, leré -más de lo mismo-, que el de Bilbao, riau, riau”. Y
aquí se pasaba dos veces. Por increíble que pueda parecer, las chicas eran tan
ágiles jugando a esto, que no éramos capaces de verles nada por más veces que levantaran las piernas. Qué
traidoras eran. Y ya que mencioné en un artículo anterior el “Zampabollero,
tápame el bujero”, explicaré hoy en qué consistía este juego. Se cogía un trozo
de barro y, tras amasarlo cual si fiera la masa de las barras de pan, hacíamos
una especie de cazuelitas que, al grito de “Zampabollero, tápame el bujero”,
estrellabas con furia contra el suelo para que al chocar contra él, el aire que
tenía dentro hiciera un agujero lo más grande posible, que los demás jugadores
-no había límite- tenían que reponerte hasta taparlo entero, dejándolos a ellos
con muchísimo menos barro, para que cuando te tocara a ti hacerlo, tuvieras que
tapar un agujero mucho más pequeño, porque de lo que se trataba el juego, como
casi todos, era dejar a los demás
jugadores sin su preciado tesoro. En este juego, tal y como indiqué con
anterioridad, el barro no era un material humilde, sino algo muy valioso que
defendíamos a cara de perro.
El
aro.
Este juego, que a
primera vista puede parecer de lo más tonto y aburrido, fue de los más practicados
cuando éramos niños. Y ahora mismo, a la hora de escribir sobre él, no paro de
preguntarme qué es lo que sentiríamos cuando le dábamos golpes al aro con el
palo, poniendo cara de velocidad cual si fuéramos pilotos de Fórmula 1-siempre
íbamos corriendo con él-, ya que entonces no teníamos televisión e ignorábamos
que existiera incluso el “dos caballos”. Sea como fuere, lo cierto es que con
cualquier objeto circular: una llanta o cubierta de rueda de bici; una cubierta
de “Guzzi” -o como se ponga-, aquella moto que llevaba en el depósito las
marchas; el asa de un cesto; la tapadera de aquellos bidoncitos de cartón que
contenían ¿cola?; un hierro…, hasta las cubiertas de las ruedas de las “Vespas”
y las “Lambrettas”, que te dejaban desriñonado por lo pequeñas y pesadas que
eran, y un buen palo, te ponías morado de recorrer durante horas -íbamos con
ellos hasta a los recados- todas las callejuelas de la ciudad dándole
palazos al aro de cuando en cuando.
Algunos niños, sobre todo veraneantes, llevaban aros con guías de hierro,
comprados en jugueterías, que causaban en todos nosotros un frontal rechazo.
¿Cómo podían comparar la mariconada de ir guiando un hierro, con ir dándole
golpes a mansalva a una rueda con un palo? ¡Apañados estaríamos!
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Eusebio Hervías del Campo
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sábado, 16 de mayo de 2020
Recuerdos de infancia.
De
ruedas y tracas.
Para seguir poco más o
menos en la edad en la que se centra este maravilloso recuerdo, y no movernos
de momento de la Plaza de España, que es donde estamos centrando los últimos
juegos, hablaremos hoy de los fuegos artificiales de las fiestas, que aunque obviamente
no son un juego, en esa época para nosotros sí que lo era. Tanto en San
Prudencio como en San Juan Mártir, Lucerico nos preparaba en la Plaza de España
unas ruedas repletas de fuego de artificio, clavadas en un rudimentario madero
sustentado con unas tablas en forma de equis, y una traca suspendida en el aire
a unos dos metros de altura aproximadamente, atada de árbol a árbol, para que
nosotros la gozáramos como lo que éramos: enanos. Cuando las encendía -siempre
comenzaba por las ruedas, guardando la traca para el final-, toda la
chiquillería jugábamos a cruzarlas protegidos con gabardinas, paraguas, cajas
de cartón y toda suerte de objetos, pero como no lo hacíamos todos en la misma
dirección, y además apenas veíamos con los protectores que llevábamos puestos,
nos pegábamos unos golpes de espanto, terminando casi todos en el suelo, bajo
los multicolores fuegos, con los ropajes chamuscados. Con ser éste unos de
nuestros divertimentos favoritos, no lo era menos observar cómo, ya fuera San
Prudencio o San Juan Mártir, siempre aparecía al acabarse los fuegos de las
ruedas, la imagen de San Prudencio, lo que hacía que todos al unísono diéramos
estentóreos vivas a San Prudencio en San Juan Mártir, con manifiesto y puñetero
cachondeo.
El
yoyó.
Jugar al yoyó, o bailar
el yoyó, para mejor decir, fue algo de tal magnitud, que llegaron a celebrarse
campeonatos a nivel nacional. Nosotros, más humildes, nos conformábamos con no
hacernos un lío cuando lo soltábamos de la mano con la intención de que no
bajara muerto y subiera enroscándose con alegría, para poder repetir una y otra
vez la operación. Cuando fuimos ya un poco más diestros en la materia, además
de subirlo y bajarlo con alegría, lo lanzábamos para delante y para atrás, y
dábamos vueltas enteras sin que dejara de bailar. El yoyó en cuestión era un
aparatito circular de plástico, parecido a un carrete de pesca de lombriz,
formado por dos circunferencias unidas por el vértice, donde se anudaba un
cordel como de metro y medio de largo, con el fin de enroscarlo para que, al
lanzarlo, se desenroscara y lo hiciera bailar. Lo bueno de este juego -si es
que así se le puede llamar- era que no tenía reglas, ni normas, ni cuadrillas
que formar. Lo malo, que en cuanto lo bailabas un rato, como no era un juego
participativo, estabas deseando ir a la Plaza a juntarte con toda la
chiquillería y ponerte a jugar al marro, al encuentro o al burro, que eran
juegos de verdad.
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Eusebio Hervías del Campo
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viernes, 15 de mayo de 2020
Recuerdos de infancia.
El
juego de la Trus.
Como iremos comprobando
a lo largo de diferentes artículos -para qué nos vamos a engañar-, a la escuela
íbamos a todo menos a estudiar; y tanto en horas de clase como en el recreo, no
parábamos de poner en práctica lo único que sabíamos hacer: jugar. El juego de
la “Trus” lo inventó mi compañero y amigo Javi Moreno -más conocido en nuestro
mundo como “Javitrus”-, y consistía en librar luengas y cruentas batallas entre
los ejércitos de uno y otro compañero de pupitre, hasta que uno de ellos se
hiciera con el castillo del otro, proclamándose vencedor de la encarnizada
batalla campal. Hasta aquí todo podría parecer normal; pero lo más gracioso de
todo -nunca supe cómo nos lo pudieron tolerar- es que jugábamos mientras don
Emilio explicaba la lección, y utilizábamos como marco de nuestras batallas el
mismísimo pupitre, hasta que fuimos totalmente incapaces de distinguir quiénes
eran los guerreros de uno y de otro, de lo chapuceramente garabateado que
estaba ya. Y lo peor de todo fue que este juego, que nació como un
entretenimiento suyo y mío, como dicho ha quedado ya, terminaron poniéndolo en
práctica todos los demás. Cuando nos fue imposible ya seguir jugando en los
pupitres, los bosques del mundo entero comenzaron a temblar, porque gastábamos
tantas hojas de cuaderno practicándolo, que las librerías todas se quedaron sin
material. Los dibujos, si así se les podía llamar, eran flamantes castillos
medievales desde los que las catapultas no cesaban de disparar terribles y
devastadoras bolas de fuego -cada disparo era una raya de bolígrafo sobre el
papel; imagínense ustedes qué cacao-, mientras la infantería se rompía los
cuernos -de los cascos, ¡cuidado!- a espadazo limpio, hasta dejar el campo de
batalla lleno de cuerpos descuartizados, y la hoja del cuaderno sin poder
trazar una raya más. Las batallas no eran silenciosas, como el lector pudiera
pensar, no; todas ellas iban acompañadas de los sonidos pertinentes, según
fuera el material con el que los bravos guerreros se pusieran a luchar, con lo
que el cisco que preparábamos no es para contar. Lo que no consigo entender
-aparte de que don Emilio nos permitiera esta temeridad- es por qué lo bautizo
Javi como “el juego de la Trus”, ya que ningún héroe de los nuestros se llamó
así jamás. Sea como fuere, lo cierto es que este apasionante juego destacó
sobre todos los demás. Y ya que viene a colación, les hablaré de algunos más de
los muchos que practicábamos en horas de clase, en lugar de estudiar.
Comprábamos todos cuadernos y libretas de papel cuadriculado y, en vez de
rompernos los cascos llenándolos de godos, visigodos, verbos, adverbios,
circunferencias, trapecios, cabos, golfos, judas, legionarios y demás,
jugábamos a marcar cada uno una rayita dentro de un gran cuadrado, hasta que al
no poder marcar más sin peligrar, uno de nosotros se tenía que mojar -a los que
lo dominábamos nunca nos cerraban más de seis- dejándole el camino expedito al
otro para que cerrara un montón de cuadraditos, dejándote a ti cuatro o cinco
nada más. Jugábamos mucho también al juego de las faltas, ese que ponías la
primera letra de una palabra que te habías inventado, y hacías tantos guiones
como letras tuviera, tanto en la palabra como debajo de ella, en las faltas,
que era las que podía fallar. Y, finalmente, para no aburrir al personal, nos
dedicábamos también, aunque en menor medida, a hundir barquitos que nada nos
habían hecho, y que estaban tan ricamente en la mar. ¡Que ya son ganas de
chinchar!
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Eusebio Hervías del Campo
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jueves, 14 de mayo de 2020
¿Qué va a ocurrir en San Juan?
Teniendo en cuenta lo
que ha ocurrido estos días en todo el país nada más pasar de la fase 0 a la 1,
cabe preguntarse qué va a pasar en Nájera el día San juan. Sé que falta más de un
mes para que llegue esa fecha; pero sé también cómo se están comportando ahora
mismo un montón de jóvenes najerinos, y cómo se pueden comportar el día 24 de
Junio, después de almorzar y ponerse ciegos de calimocho, cerveza y vino. ¿Han
caído en esto los componentes del Equipo de Gobierno del Ayuntamiento najerino?
Y si han caído, ¿tienen algo previsto para impedirlo? Vaya por delante que sé a
ciencia cierta que ninguno de los jóvenes lo iba a hacer de mala fe; lo harían,
de hacerlo, además de por ser jóvenes, por divertimento. -Yo no he olvidado que
fui joven; y sé lo que se hace cuando lo eres y te “pones ciego”-. Pero en esta
inédita, ignota y siniestra ocasión, no se trataría de una simple gamberrada,
propia de jóvenes beodos, sino de una terrible irresponsabilidad con consecuencias
imprevisibles para todo el pueblo. Creo sinceramente, que los más de 27.000
españoles fallecidos, y los más de 49.000 sanitarios contagiados por intentar
salvarnos la vida luchando hasta la extenuación en las UCIS contra el
coronavirus, se merecen todo nuestro respeto. Y aunque solo fuera por esto,
todos deberíamos velar porque ese día no ocurra nada que pueda dar al traste
con este titánico esfuerzo.
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Eusebio Hervías del Campo
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Recuerdos de infancia.
Días
de radio.
En época de escuela,
cuando oías sonar un teléfono por la mañana -en Nájera no había más que el de
la centralita-: “rriinngg; diga; sí Paco Ruiz al aparato”, y comenzaba a sonar
la música de Hatari, te levantabas a todo meter de la cama, y sin apenas
desayunar, bajabas de tres en tres las escaleras de tu casa, porque el programa de radio del detective
privado Paco, y su secretaria Paca, te anunciaba que si no lo hacías, estarías
obligado a hacer picia o escapa -como ustedes quieran-, por tener la puerta de
la escuela cerrada. Si eran vacaciones, te dabas media vuelta y, más contento
que “Chupín”, te volvías a dormir escuchando a los “Porretas”. Por la tarde,
después de comer, cuando nosotros nos íbamos a la escuela o nos echábamos la
obligada siesta estival -dependiendo de la época-, nuestras madres, sentaditas
de medio lado en las escaleras de sus casas, escuchaban atentamente la novela
“Los miserables”, de Víctor Hugo, mientras se gastaban los ojos haciendo punto,
cosiendo, con sus dedales estratégicamente colocados en los dedos, o zurciendo
calcetines con aquellos huevos de madera de haya, gozando y sufriendo las
venturas y desventuras de sus protagonistas. Si por alguna poderosa razón
alguna vecina se había perdido la novela, por la noche, llena de ansiedad
preguntaba: “¿Qué ha pasado Celina? ¿Lo han metido en la cárcel…?” Y la Celina,
henchida de satisfacción, contestaba: “¡No; que no lo han detenido; que se ha
hecho pasar por un mendigo!” Y la tal
vecina, llena de alivio, entraba en su casa dispuesta a dar buena cuenta de la
cena, para irse a la cama a dormir a pierna suelta, gracias a la buena nueva
del serial. Nosotros, por nuestra parte, cada noche, antes de dormir,
calibrábamos si lo íbamos a hacer bien o mal, dependiendo de quiénes fueran los
necesitados o enfermos del programa de radio “Ustedes son formidables”, que
solamente con oír su sintonía, “La Sinfonía del Nuevo Mundo”, de Dvorak, se nos
ponían los pelos de punta. Después de la introducción, hecha por el director
del programa, Alberto Oliveras, las pertinentes presentaciones, descubrías con
sorpresa que un najerino necesitaba tu ayuda. Y pronto y bien mandado, ibas a
casa del susodicho y decías a micrófono abierto: “Me llamo Usebito, y doy una
pesetita para que se ponga pronto bueno Paquito”. Y te volvías a casa loco de
contento. Después, el director le preguntaba: “¿Cuál es tu equipo de fútbol
favorito?” “¡El Real Madrid!” -contestaba Paquito-. Y mira por dónde, va y
resulta que, sin nadie sospecharlo, todos los jugadores del equipo estaban en
las escaleras de su casa esperando a que los llamaran, para entrar a visitarlo
y regalarle la equipación completa con las firmas de todos ellos, además de una
aportación económica para que se pusiera pronto bueno. En vacaciones de
Navidad, entre advertencia y advertencia de que los mazapanes de Soto eran
exquisitos y de que el Lobo era un buen turrón, escuchábamos, con la música de
“España cañí” de fondo, el programa de radio “Por la sonrisa de los niños”, que
trataba igualmente de ayudarnos. Entre la marcha del pasodoble, los cánticos de
la lotería de los niños del Colegio San Ildelfonso y los cientos de villancicos
que escuchábamos a diario, la gozábamos como los indios, viviendo la Navidad un
mes antes de que llegara, como en algún otro artículo he dejado dicho. Los
domingos y festivos, mientras nos comíamos la típica paella, escuchábamos en la
radio: “Si a la pelota y perdiera/ el molinero jugara/ si a la pelota y
perdiera/, no le faltarían palos a la pobre molinera…”, que era la música de
fondo de los anuncios de los grandes partidos de pelota que iban a disputarse
esos días en La Rioja. La radio, en suma, era capaz de conseguir a diario algo
tan hermoso como el sentarnos a todas las familias de Nájera alrededor de una
mesa, y, mientras reíamos o llorábamos, hacernos compartir pan, amor y besos.
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Eusebio Hervías del Campo
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miércoles, 13 de mayo de 2020
Recuerdos de infancia.
Tocar
pared.
Este juego lo
practicábamos casi siempre en el refectorio de Santa María La Real, por ser el
lugar más emocionante que existía en Nájera para hacerlo. Allí, además de estar
en un recinto cerrado muy grande, protegido de todas las adversidades climatológicas,
los balonazos retumbaban de tal forma, que por débil que fueras, parecías al
chutar Paco Gento. Los balones empleados para ello eran casi siempre de los de
plástico que conseguíamos con la colección de chicles “Cosmos”, gracias a la
bondad infinita de la Leo, que me dejaba elegir entre los cien chicles que
traía la caja, los cinco astronautas que a los demás no les salían nunca. En el
envoltorio de estos chicles, que eran negros, toda una novedad para nosotros,
venía dibujada la cabeza de un astronauta, con las dos orejas negras en noventa
y cinco de ellos, y una negra y otra blanca en los cinco restantes; en eso los
distinguía yo después de mascar toneladas de ellos sin conseguir ningún premio.
-Que Dios te premie a ti, querida y recordada Leo, y te ofrezca los frutos más
excelsos del árbol del cielo-. Volviendo de nuevo al juego, como su propio
nombre indica, consistía en tocar la pared del frontis -el refectorio fue
siempre utilizado por nosotros como frontón- con el balón, dándole siempre con
las piernas. Nos poníamos en el centro del refectorio quince o veinte jugadores
de primera división y, tras chutar con toda su fuerza quien tenía el balón,
tenías que intentar que éste no te dejara atrás y te fuera imposible mandarlo
de una patada a tocar pared; si esto ocurría, habías hecho mala y tenías que
esperar a que el resto de la chiquillería la fallara también. El cisco que
armábamos era cojonudo. Imagínese usted, amable lector, a un batallón de
mozalbetes asilvestrados chillando y jurando en arameo -nadie se quería salir
el primero-, y todo ello multiplicado por diez, porque el refectorio tenía eco.
Yo mismo, al escribir esto, no puedo entender cómo nos lo podían consentir los
frailes, teniéndolos justo encima de nosotros. Quizá sea así como se gana uno
el cielo.
Dura,
madura, ponte dura.
Por aquellos años en
nuestra ciudad, había obras por doquier, y, consiguientemente, montones de
arena en los que toda la chiquillería pasábamos horas jugando, entre otras
cosas, al “dura, madura, ponte dura”, que consistía en coger un montón de arena
cada uno y, tras hacer con él una montaña grande, comenzar a darle golpes con
las palmas de las manos hasta dejarla consistente y dura, cantando sin cesar el
título del juego. Los más cabrones, entre los que me incluyo -para que vean
ustedes que soy imparcial en mis relatos-, antes de que llegaran los demás
hacíamos hoyos profundos en el montón de arena y, tras llenarlos de agua, los tapábamos
cuidadosamente con tiras de chapa que tiraban las carpinterías y papel de los
sacos de cemento o de embalar, echándoles una capa fina de arena que lo
cubriera todo para que no se notara la trampa que les habíamos preparado -rima mucho
mejor “ao”, ¿verdad?-, y cuando llegaban los pobres infelices presumiendo de
ser los primeros en conquistar la montaña de arena, caían en la trampa
poniéndose como un cristo, y nosotros, mientras ellos nos mentaban a todos
nuestros familiares, nos descojonábamos de risa tumbados en el suelo.
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Eusebio Hervías del Campo
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