No tengo palabras para
expresarle mi gratitud a la entusiasta e imaginativa Peña Juventud de Nájera por
el hermoso, emotivo y entrañable homenaje que le dedicó a mi bienamado padre,
Benedicto Hervías Morga, “Morgón”, el pasado domingo. Se juntaron en mí tantos
y tan diversos sentimientos, que no existen palabras en el diccionario para expresarlos.
Sí puedo decir, empero, que me emocionó sobremanera que haya tenido que ser la
Peña Juventud de Nájera -unos jóvenes que apenas lo conocieron- quien le rindiera un homenaje, no ya a uno de
los mayores sanjuaneros de Nájera, ¡que lo fue!, sino a un hombre bueno que lo
dio todo por su pueblo. Ellos jamás sabrán lo que significó para mí ver en la
Plaza de España el cabezudo de mi bienamado padre -al que por cierto paseó mi
hijo, su nieto, por las calles del casco antiguo- rodeado de su familia; de los
amigos de mi hijo; de la brillante Agrupación Musical Najerense; de la Coral
Najerense; de mi queridísima tía Carmen -la única hermana que sigue viva-, y de
tantos y tantos najerinos que lo quisieron y lo siguen queriendo cual si
estuviera vivo. Quiero que sepáis que valoro en lo que vale el grandísimo
esfuerzo humano y económico que habéis hecho para llevar a buen puerto este
hermoso proyecto. Y que, aunque ahora mismo lo ignoréis, habéis escrito una
hermosa página en el invisible libro de la Historia de este bendito pueblo. Dicho esto, quiero añadir también que estuvieron conmigo,
aunque nadie los viera, sus compañeros y amigos de toda la vida: Tarsicio y
Palmira, Miguel y Carmen, Benito y María, Cristóbal y Anuncia, Prudencio,
Federico, y mi madre Celina. Esa hermosa mujer que, con su abnegación e
infinita paciencia -también ella era una gran sanjuanera-, le ayudó ser
quien fue. Gracias de todo corazón por este hondo y hermoso homenaje, a todos
los que lo hicisteis posible. ¡Que Dios os bendiga!
3 comentarios:
LA CAOBAÑA.
Mucho antes de que mis hermanos y yo nos levantáramos de la cama para ir a la escuela, mi bienamado padre ya nos tenía preparada la cazuela de caobaña para que nos la zampáramos antes de marchar. Esto, dicho así, en frío, puede parecerles a ustedes una auténtica pijada, ¿verdad? Pero teniendo en cuenta que mi pobre padre era albañil y trabajaba duramente doce o catorce horas cada día para sacarnos adelante a mis seis hermanos y a mí, y que para preparar la caobaña tenía que levantarse una hora antes de la cama, o sea, dormir una hora menos estando baldado, la cosa pasa a ser una verdadera hazaña. Pero dejémonos de filosofías y vayamos a lo que de verdad nos interesa, que para eso estamos aquí. Para prepararnos la caobaña, antes de que entrara en nuestra casa aquella modernez de cocina extraplana de butano, que era la hostia, mi pobre padre tenía que llenar la cocina de siempre, la de leña, con ricillo o serrín -del que me daban Servando y Guevara en los talleres de carpintería que tenían en lo que hoy es Casa de Cultura-, dándole hostias con el palo hasta que quedara compacto, para poder hacer la lumbre y poderla calentar. Una vez hecha esta operación, siempre con el mayor de los sigilos para no despertarnos -era increíble este hombre-, vertía un litro de leche -de aquella tan deliciosa que daban cada tarde las vacas que el señor Urbano tenía en la manzana de La Falange, en el bajo de su casa, que una vez cocida y puesta a enfriar dejaba una capa espesa de aquella deliciosa nata que nos comíamos puesta en pan con azúcar como si fuera el más excelso bocado- en una cazuela grande, le añadía una buena porción de pedacitos de pan duro y la ponía a cocer. Cuando ya había hervido, le echaba cuatro o cinco cucharadas grandes de azúcar y otras tantas de colacao y lo revolvía bien, hasta que quedara totalmente disuelto, dejándola a enfriar después, para que estuviera lista cuando nos levantáramos a desayunar. Huelga decirles a ustedes, que de la cazuela de caobaña no quedaba ni señal: La dejábamos tan limpia, que mi madre no la tenía que fregar. Este maravilloso ritual fue llevado a cabo por mi bienamado padre hasta que todos nosotros entramos en la mocedad.
DE CUANDO LOS NIÑOS ÉRAMOS LOS VERDADEROS PROTAGONISTAS DE LAS FIESTAS DE SAN JUAN.
Mucho antes de que el señor Quico diera los tres golpes de bombo, “pom, pom, pom”, nosotros ya estábamos alborotados esperando el comienzo de nuestras soñadas Vueltas. La mayoría habíamos estado almorzando en el cascajo con nuestros padres -antes tenían esa buena costumbre-, y el ansia de bailar al son de “la morena y la rubia, hijas del pueblo de Madrid”, alrededor del viejo quiosco, hacía que se nos antojara larguísima la espera. Cuando ya estábamos hechos cisco de tanto correr y empujarnos unos a otros, comenzaban las Vueltas y, con ellas, nuestra particular hazaña: conseguir dalas enteras y llegar después sanos y salvos hasta la Plaza de España. Era en el peregrinar hacia dicha plaza donde nosotros adquiríamos todo el protagonismo. Nos agarrábamos todos de las manos y formábamos grandes corros que se estiraban y encogían al compás de nuestras coplillas, ajenos a la gente y a los Músicos. No oíamos la música -ni puñetera falta que nos hacía- pero no nos importaba porque nuestra ilusión no era retrasar la llegada a la Plaza de España, sino adelantarla, y les sacábamos grandes distancias a los sufridos Músicos, que se las tenían que ver con los mayores, mientras cantábamos sin cesar el “Caracolero de Tricio”, “Has de bailar, y te tengo dar perucos”, “En el corral de Tivo ha caído un aeroplano”, “Ha venido un carro lleno de tijeras”, “Nos han obligado a cambiar de herrero”, “Ay Viriato”, “El aldeano tiró la piedra”, “Beber, beber, beber es un gran placer”, “Ay San Juan, que se van y vienen”, “Ay Manolé”, “Si no tienes un duro no te hace caso nadie”, “El 24 de Junio”, “Ojalá te emborracharas Manuel”, “Ya llegó el verano, ya llegó la fruta”, “Severín, Severín, Severín”, “Si te pega tu marido”, “Qué chispa tienes Calatayud”… y un larguísimo rosario de canciones que conformaban el riquísimo y olvidado folclore sanjuanero. Cuando los mayores no habían llegado aún al Puente de Piedra, nosotros ya estábamos sentados en el suelo de la Plaza de España, esperando ufanos la llegada de los torpes, de los retrasados. ¡Habíamos conseguido llegar, y además les habíamos ganado! Cuando asomaban por el antiguo Bar Hispano, aplaudíamos -los niños de entonces éramos solidarios y animábamos a los perdedores- y nos poníamos de pie para volver a dar las Vueltas y marchar a todo meter a casa a comer, para preparar los botes de fruta en conserva y las botellas de limonada, naranjada y cola que nos servían de merienda en la Fuente de la Estacada. Después de habernos puesto ciegos de melocotón y piña en almíbar y de que los refrescos nos salieran por las orejas, nos dirigíamos a la Plaza de España a seguir la juerga, mientras los mayores comenzaban a ubicarse en las frondosas choperas para dar buena cuenta de las copiosas meriendas que transportaban en grandes cestos cubiertos con mantelitos de cuadros, que hacían que se nos fueran los ojos detrás de ellos, con una increíble envidia. Esta vez nos tocaba cantar la de “Hemos perdido, pero nos hemos divertido”. Y, como si tal cosa, proseguíamos nuestra sanísima y personal juerga hasta que nuestros padres nos iban a buscar para llevarnos a casa a descansar.
Merecidísimo ese homenaje a tu padre , Use , me alegro , un abrazo.
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